![La Serenissima](https://s2.ppllstatics.com/elcomercio/www/multimedia/202110/11/media/cortadas/Imagen%20Trbuna%20Venecia-kZLC-U150798858554k8G-1248x770@El%20Comercio.jpg)
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La historia de la república de Venecia termina el 12 de mayo de 1797. Esa fue la fecha de la última reunión del Consejo y su postrero dogo, Lodovico Manin. La causa fue la aparición de un matón histórico: Napoleón. «Seré un Atila para el ... Estado veneciano», dijo cuando no estuvo contento con las negociaciones que mantenía con la Serenísima. Venecia se rindió sin lucha, en un suspiro, tras casi mil años de independencia, un milenio en que había acumulado una hoja de servicios impresionante, repleta de fiereza, diplomacia, comercio, piratería, belleza, placer, y, sobre todo, conciencia de su dignidad. Por eso fue tan triste su final. A pesar de todo, si miramos atrás, no solo vemos su último siglo de decadencia y vanidad, sino una panoplia de prodigios, lecciones de liderazgo y, por supuesto, crímenes.
Nadie luchó tanto contra los turcos como Venecia. Nadie reformuló su economía de manera tan eficaz, tras la caída de las rutas comerciales tradicionales con el descubrimiento de las Indias. Nadie tuvo la cabeza tan fría como para mantenerse al margen de todas las generaciones que guerrearon en el continente italiano. Nadie tuvo tanto bienestar ni una capital tan hermosa (si exceptuamos Constantinopla). Desde su fundación el 25 de marzo del 421, por continentales que huían de guerras y pestes, la laguna de cuatro kilómetros la mantendrían a salvo de invasiones durante los siguientes siglos. Clavaron en el cieno cientos de miles de vigas de madera para formar una base sólida para sus edificios, se defendieron contra los francos y negociaron una mancomunidad con los bizantinos, hasta que en el 828 robaron el cuerpo del evangelista Marcos en Alejandría, para tener tanto el soporte material de la madera como el espiritual. A partir de ese momento, el León de San Marcos comenzaría a mostrar sus garras por todo el Mediterráneo.
Un ejemplo de la contundencia de los venecianos fue, por ejemplo, cuando en sus luchas contra el papado, las autoridades le ordenaron al vicario capitular de Padua que entregara ciertas cartas recibidas de Roma. Cuando este declaró que sólo actuaría de acuerdo con lo que le inspirara el Espíritu Santo, los venecianos respondieron que el Espíritu Santo les había inspirado al Consejo de los Diez sobre la conveniencia de ahorcar a cuantos les desobedecieran. Las cartas fueron entregadas de inmediato. Ese es el toque veneciano: una mezcla de terciopelo y titanio. Desde que el dogo Pietro Orseolo toma el mando, los destinos de Venecia se dirimen entre su flota, la mercadería y los tratados firmados sobre cuerdas que sobrevuelan abismos. Los venecianos comercian desde el Mar Negro hasta las islas británicas, y se enfrentan o se alían con el papado, los normandos, los húngaros, los dálmatas, los bizantinos, las ciudades italianas, los imperiales del Sacro Romano Germánico, y cuando no hay otra, con los turcos. La Serenísima prefiere la neutralidad, pero una que descansa sobre los barcos de guerra que produce su Arsenal (en su mejor momento, trabajaban hasta 16.000 personas).
El imperio veneciano estaba a la vuelta de la esquina, pero antes, debía ocurrir la criminal Cuarta Cruzada, que en vez de ir a por los infieles, terminó en el episodio deleznable de la toma de Constantinopla por los venecianos y sus aliados cristianos (solo caería dos veces, esta, y ya la definitiva en 1453, ante Mehmed II). Una gloria vergonzosa, todo sangre y destrucción que, si bien abrió las puertas para el imperio veneciano de ultramar, terminó por agrietar las defensas de Occidente contra los musulmanes. El dominio latino sólo duró sesenta años, y el imperio griego duró un par de siglos más, pero Constantinopla nunca volvería a ser la misma. La paradoja fue que los venecianos destruyeron el último baluarte para detener a los otomanos, y las facturas llegarían, no lo duden. Entretanto, la Serenísima crecía, Creta, Corfú, el dominio de un cuarto del antiguo imperio bizantino… Ni siguiera la llegada de Federico Barbarroja, Stupor Mundi, pudo detener su ascenso. También extendieron su poder al territorio continental, sus mecanismos mercantiles se volvían más sofisticados, la ciudad se embellecía. Luego, los bizantinos se recuperan, Génova le disputa la supremacía, también los pisanos. Y cae Acre, y cae Constantinopla, y los otomanos afianzan 500 años de poder sobre Europa. Y llega la Peste Negra, y los franceses, y la liga de Cambrai, y luego los españoles. En todo momento, los papas conspiran contra Venecia. Pero a todo sobrevive la República, mal que bien, renqueante al final. Ni siquiera Lepanto es un punto de inflexión, ya que los turcos continuaron su guerra estratégica en todos los frentes. Fue entonces, seguramente, al comenzar a perder gota a gota todas sus posesiones, que alguien recordaría el saco de Constantinopla, y miraría los cuatro caballos robados en el Hipódromo, que ahora adornaban la puerta principal de la Basílica de San Marcos, y se preguntaría cómo se pudo cometer semejante error.
Todo esto se cuenta y se cuenta bien en la fantástica 'Historia de Venecia', de John Julius Norwich (Ática de los Libros). Los ejércitos de otra república, la revolucionaria francesa, levantaron en Venecia el 'Árbol de la Libertad', un tronco rematado con un gorro frigio, y comenzaron a bailar alrededor. Los venecianos, desde sus palacios, les observarían entre la rabia, la tristeza y la melancolía. Solo les quedaba el recuerdo: ver los cuadros de Canaletto, los retablos de Bellini, las pinturas de Carpaccio, las ediciones de Aldo Manucio, las fantásticas fiestas y carnavales que habían sido la admiración de Europa. Algunos también recordarían las victorias del almirante Morosini, o la defensa de la laguna ante Pipino, o aquel momento tan glorioso como inútil en que arrastraron galeras enteras por el monte Baldo para depositarlas en el lago Garda (como en la película 'Fitzcarraldo'). Alguno incluso sonreirá al rememorar todos los huesos de santos que robaron para convertirlos en sitio de peregrinación y seguir haciendo caja. Todo tiene un final, y el suyo fue lamentable, pero también tuvieron la certeza de que supieron luchar, divertirse, y amaron apasionadamente a su ciudad. Y lo hicieron durante mil años. Porque ellos fueron, nada más y nada menos, que 'La Serenissima'.
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