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Por alguna misteriosa razón, aunque lo más sencillo y probablemente acertado sería achacarlo a los años que vamos cumpliendo, este septiembre me ha cogido a contrapié. Siempre he creído que de los dos grupos en que puede dividirse la gente ante un cambio del tipo ... que sea, yo pertenecía sin remedio al de quienes se abrazan a la novedad, al entusiasmo de los comienzos. Así, entre otras cosas, los cambios de estación eran una fiesta, los primeros adornos de navidad me producían un cosquilleo en el estómago, y el año nuevo se iniciaba con una lista interminable de propósitos y con la confianza ciega en cumplirlos.
Pero no sé qué trae consigo este mes de septiembre que me está llevando a considerar si no formaré parte de ese otro grupo, el de quienes se aferran a que lo anterior no termine. Y aunque sigo pensando que este mes es el primero de un año que siempre se ha medido de forma diferente a los calendarios, hay una parte de mí que se obstina y que por primera vez ve algo que huele a trampa en esa alegría de cuadernos nuevos y lápices, en ese festín que constituye la visita a la papelería, la aparición de coleccionables (cada vez menos y cada vez más extravagantes, en los cada vez más escasos kioscos), los primeros colores del otoño en los escaparates, y la formulación de planes, proyectos y propósitos.
No es que el verano haya sido particularmente extraordinario y que abandonarlo se me haga tan duro como las despedidas de los veranos de la adolescencia, aquellos de promesas de cartas interminables para las ausencias. Tampoco tengo un ataque de nostalgia, que eso sí que sigue pareciéndome una forma de contarnos mentiras bonitas envueltas en celofán. Es solo que quiero que las cosas duren exactamente el tiempo que tienen que durar. Que no quiero que vivir sea una carrera cada vez más veloz en que vamos dejando atrás un año y otro, una primavera que rápidamente queda sepultada bajo los rigores del verano, que a su vez tampoco dura porque la vuelta al cole ataca desde principios de agosto y tampoco puedes disfrutarla, porque apenas es otoño los supermercados empiezan a ofrecer su catálogo de turrones.
Cumplir años nos da la medida del tiempo y descubrimos por fin, cuando ya no nos sirve de mucho, que esto de los días es un atraco cotidiano y repetido que alguien con mala baba ejecuta sin piedad y con la alevosía que le regala nuestra vulnerabilidad, y la mentira de la novedad y el cambio nos resta el placer de la lentitud.
Y yo, que siempre he adorado la llegada de septiembre, por primera vez quiero que nadie me robe el trocito de verano que nos queda, esos días que empiezan a ser dorados y esa luz de verdad, la que no necesita los filtros de Instagram, que pasan desapercibidos porque estamos a otra cosa. Y quiero que los martes sean martes todo el día y no una añoranza de lo perdido. Que las fresas tengan su tiempo, que en diciembre no haya cerezas para que en junio sean una fiesta. Quiero que los días tengan de verdad veinticuatro horas con sus sesenta minutos cada una y que la prisa por ir viviendo cada vez más rápido no sea capaz de arrebatarnos en un empeño incomprensible el tiempo que nos queda, el único que es nuestro.
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