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A la ministra de Transición Ecológica se la acusa en Asturias de gobernar bajo los postulados del ecologismo como manual de cabecera. Con una convicción tan irrenunciable ante la lucha contra el cambio climático que cualquier precio de las medidas para conseguir sus objetivos le ... parece aceptable. Desde las ovejas necesarias para conservar al lobo hasta las empresas que no soporten la penalización de sus emisiones. Teresa Ribera da la impresión de correr contra el reloj. Ella misma considera que España ha perdido una década y parece dispuesta a recuperarla en un año si hace falta para ponernos a la cabeza de las políticas verdes. Con frecuencia se subestima su capacidad, tal vez para hacer la crítica más fácil. La vicepresidenta cuarta del Gobierno es muchas cosas y mucho más que una urbanita ecológica que defiende el veganismo para reducir el dióxido del vacuno o una caperucita verde aliada con el lobo y los conservacionistas que solo han visto los bosques del Retiro. La ministra hace política, quiere cambiar la economía y desde luego no piensa que un ministerio de medio ambiente tenga que dedicarse solo a conservar los parques nacionales, sancionar los vertidos contaminantes y hacer campañas contra incendios.
Teresa Ribera está dispuesta a situar al PSOE como referente de un conservacionismo que cada vez ofrece más votos y réditos. En España, sin ningún partido ecologista al estilo alemán, el voto verde está en disputa. Y en Bruselas, la lucha contra el cambio climático va mucho más allá de la certeza científica. Europa quiere liderar una nueva era que marque las distancias con las potencias emergentes, refuerce sus sectores estratégicos y consolide en el tablero internacional una política exterior maltrecha a costa de la covid y el 'Brexit'. Pero el mayor aliado de la transición ecológica no es la política, sino el dinero. Durante décadas, lo verde quedaba bien, pero aún costaba más de lo que valía para que fuera más allá de lo estético. Ahora, muchas multinacionales esperan de ella la rentabilidad del futuro, amparadas por un cambio que exige mucho más que una etiqueta verde. Así que la ministra tiene razones y aliados poderosos para defender sus principios. Enfrentarse no solo a ella, sino a la realidad, tiene tantas opciones de éxito como aferrarse al caballo frente al motor de combustión. Otra cosa es su forma de hacer. Si el coste de sus prisas es arrasar la industria asturiana o situar al campo como un agente reaccionario, entonces no hablamos de políticas sostenibles, sino de la ley de la selva. «El mercado, amigo», que diría Rodrigo Rato. Si es así, ahórrenos la pose y las promesas.
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