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Nada como la rutina, oigan. A medida que me hago viejo, la tengo en mayor estima. Tener el día organizado, mis horas de escritura, un tiempo para la lectura, otro para la piscina, la conversa con tu pareja. Los gurús hablan de no hacer nada, ... de aprender a aburrirse, pero eso, francamente, es un infierno. Tener tiempo sin ocupar puede convertirse en una de esas condenas mitológicas, tipo Tántalo o Danaides. La rutina te da tranquilidad, las pautas proveen de higiene mental. Una rutina que está ahí para reventarla cuando consideres, pero que ha de existir, como un patrón o unas reglas académicas. Ahora lo prestigiado es eso tan manido de salir de tu zona de confort, el cambio, la sorpresa. Pues no, miren, yo tengo claro que para escribir como un revolucionario hay que vivir como un burgués. Si quieres montar una guerra creativa, o conquistar un nuevo continente científico, debes tener cubierta la retaguardia. Tranquilidad, un puerto seguro. Porque los cambios ya vienen solos, te los impone la vida, o la misma inercia de tu trabajo exige que busques nuevas estrategias. Porque, desde luego, rutina no implica aburrimiento, todo depende de cómo te lo montes.
Vives en una ciudad, en este caso, el foro matritense. Sueles recorrer las mismas calles, contemplar los mismos paisajes. Pero desde un punto a otro hay muchas maneras de llegar, toda cosa rutinaria tiene su hijuela, que a su vez se aneja a otra. Los libros, montones de ellos, estáticos y monótonos, que una vez abiertos nos hablan de la historia de Indonesia, nos regalan los cuentos de Octavia Butler, sorprendentísimos, nos explican la idea del tiempo de Henri Bergson. Dentro de la rutina se halla la sorpresa, la incertidumbre, toda la emoción que puedas requerir. Eso sí, no hay que confundir rutina con inmovilidad. ¿Cambiar de pareja cada poco? Para qué, ya pasé por esa fiebre, y creaba insatisfacción, ansiedad. Nunca veías el final. Si tienes la suerte de encontrar a la persona adecuada, esta se transforma en un poliedro. Aprender otro idioma, otra rutina que puede volverse tan compleja como una partida de Go. Y los días pasan, porque se trata de eso, de que el tiempo corra, de conducir con tu época y llegar al final y afirmar que estuvo bien, que hicimos lo que pudimos.
Y te tomas tu tiempo para organizar un viaje, en el que, salvo que seas un kamikaze, se repetirán los hábitos de todos los viajes, monumentos, paseos, cervecitas. Incluso si sueles hacer inmersiones, te vas a encontrar al mismo pez martillo o a la misma mantarraya. Y, sin embargo, todos los tiempos heroicos y promisorios pueden caber en esos desplazamientos. No hace falta jugar a la ruleta rusa, de eso ya se encarga la existencia misma: en ciernes, ese sarcoma, ese ictus, esa demencia. La hernia discal. La artrosis. El petardazo cardiaco. ¿Querías emociones? No te preocupes, que en nada llegan. Entretanto, la rutina. Indolora. Sin acrimonia. Sumamente ayudadora en ese río que siempre es distinto, pero no solo el río, nosotros también cambiamos, todas las células se renuevan cada siete años. Cómo no añorar la solidez de los usos y costumbres en este mundo que es todo turbulencia y desequilibrio y mutación. Cuántas sandeces se dicen en nombre de un imposible capitalismo de crecimiento perpetuo. Ritmos, punto y contrapunto, eche un vistazo a un mapa de sus movimientos al cabo del año, trácelos con su móvil, que le señala de continuo: verá la persistencia de sus conductas, se sorprenderá de lo predecible de su libre albedrío.
H. E. Jacob escribía que, examinada de cerca, la civilización no es más que un espectáculo decepcionante: la humanidad vive en todas las épocas a un tiempo y repite continuamente la experiencia de todos los tiempos. Pues bendito sea. Acostarme a las ocho, levantarme a las siete. La ciudad aún está a oscuras, solo brilla la pantalla de mi ordenador. Hago caso a San Jerónimo y trabajo en algo para que el Diablo me encuentre siempre ocupado. Lo demás son sandeces, chorradas de 'mindfulness'. Lo tengo todo por agenda hasta que vuelva a acostarme a las ocho. En cualquier momento, la muerte me pillará viviendo, con un montón de planes y un montón de proyectos literarios. Hasta aquí hemos llegado. Esa muerte que es otra rutina: para cuando lean este artículo, este año llevaremos ya 44 millones de muertos. Pero no se preocupen, Ovidio ya nos da moral, hay menos penas en la muerte que en esperarla. Rutina, rutina, toda la vida es rutina. La matraca de los políticos, hacer la compra, ir al gimnasio, bajar la basura, tomar una caña en tu bar preferido. Estoy seguro de que los ucranianos echan de menos todo esto, tan soso. Gómez Dávila escribía: «Que rutinario sea hoy insulto comprueba nuestra ignorancia en el arte de vivir». Qué bonito eso de Suiza, que inventa el reloj de cuco y el secreto bancario; las playas griegas, donde por unas olitas de nada ya te ponen la bandera roja (en Asturias fliparían); qué cosa las vacas, paciendo, tan tranquilas. Qué extraordinario lo ordinario, cuánta grandeza en lo cotidiano, menudo orgasmo con piloto automático.
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