Existió un tiempo indeterminado, diferente para cada uno, en el que teníamos la ilusión de que podríamos disfrutar de la capacidad de elegir por nosotros mismos. Día tras día trabajamos para llenar un vacío, el de nuestros bolsillos, sin preocuparnos del hueco que va creciendo ... en una vida cuando sólo puede dedicarse a sobrevivir, o tenemos la suerte de tener un trabajo que nos apasiona, pero que no nos permitirá descansar ni un solo día. Siempre llega esa jornada crucial en la que reparamos en que tenemos que hacernos cargo de nuestras propias decisiones, sin buscar otros responsables a los que culpar.
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Entre el derecho a decidir y el derecho a dividir, existe una tierra de nadie, un descampado yermo, construido a base de dudas y soledad. El artista lo es porque descubre que el mundo no es suficiente. El creyente y el militante se fundamentan por su negativa a que existan otros mundos posibles, aparte del suyo. Si todos dijéramos exclusivamente lo que pensamos, nadie podría quitarnos la razón. Pero la máscara puede más, fabricada durante años a base de tropiezos y calambrazos, hecha de miedo y advertencias, acomodada bajo el manto manso de la multitud. A veces para avanzar es preciso detenerse a pensar en un truco nuevo, volver a preguntarse si nuestro perfil es estratégico, táctico u operativo. Proclamar el amor a los cuatro vientos, como el aprendiz de Maquiavelo que nos gobierna, o hacer el papel de Gargamel montaraz sin idiomas, trasunto de aquel maestro gris, como su traje raído, que nos daba capones cuando nos salíamos de la fila.
El lujo de un hijo es tener un eje, una madre, un padre –o dos de cada– un barrio, una tribu, un país, un mundo sostenible. La mente, en su permanente hurgar en el pozo de la memoria, nos sorprende a veces con los ecos marchitos de aquel humor viejo, hecho de caspa y desodorante derrotado. Ese humor que comía con los dedos y se quedaba preso en las uñas oscuras. –¿Muerte o mondongo? Nos preguntaba el compañero colegial, metido a caricato ocasional. –Mondongo hasta la muerte. Hay personas que llegan a nuestras vidas para que aprendamos a amar, otras para que aprendamos a amarnos. Los políticos aparecen para alimentar descreídos o mimar a los rebaños de adeptos. El recientemente desaparecido Paul Auster nos advertía de que si no estamos preparados para todo, no estamos preparados para nada. El bardo de Brooklyn también aseguraba que el final es sólo imaginario, un destino que te inventas para seguir andando. Desaparecerán nuestras pisadas en la arena, pero persistirán las huellas de nuestras acciones, anhelando un mundo en el que para elegir no tengamos que taparnos la nariz.
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