Por mucho que uno intente aislarse entre torres de libros y discos, la condición de contemporáneo exige mantener un cordón umbilical con ciertos eventos que dibujan una ecografía no ya de lo que somos, sino de donde estamos. Si identificáramos la evolución del arte con ... una escalera, no es que estemos en un descansillo, es que hemos caído por el hueco del ascensor. En Brasil existe una fiesta muy popular, el 'forró de millonario', en la que se simula lo que debía ser un evento musical en una casa con posibles. Con otras pretensiones, me resonó ese viejo cromo de la memoria con la ceremonia latina de los gramófonos, un invento del ingeniero Emile Berliner, que se apropió el gran saqueador de patentes Thomas Edison.

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El Lazarov de nuestra infancia es contracultura en comparación con esa sucesión de ripios, brillos, lugares comunes, clichés de segunda mano y chicles masticados. La pesadilla embriagada del quiero y no puedo, el elogio de la ignorancia de quienes fantasean con hojas de lata como si fueran oro. No confundamos el elitismo con el etilismo. La libertad de expresión debería basarse en lo que cada uno piensa, no en opinar sobre lo que el otro piensa. Hay escenas en las que la ausencia de cualquier vestigio cognitivo brilla más que las purpurinas y el strass. Quizás sea la atracción de la vulgaridad, como un abismo mediático, lo que nos atrae al fondo de la superficialidad.

Soy incapaz de quitarme de la cabeza la imagen de Alejandro Sanz, en una de las cunas de lo jondo, disfrazado de gañán sevillano de Moratalaz, con gafas de dominguero de doblete a media nariz, y un acento impostado de origen indeterminado, moviendo los labios sobre una grabación previa. No se trata de elevarse con una supuesta superioridad moral, como guardián del juicio, la tradición o el gusto. Que hagan lo que les parezca, pero que no lo llamen música. Escribir es, de alguna manera, ponerse el sombrero de otro, pero esta sopa que nos ofrecen tiene un pelo, y el ideal que muestra es un eterno 'photo-call', epidérmico y narcisista, en el que se retrata un grupo de analfabetos felices y millonarios, que presumen de lo que no han leído desde sus camas balinesas. No se trata de un prejuicio sino de un juicio a secas, del peso del poso contra la roña de la quincalla, escondida bajo el autotune. Ahora que la luz que se ve al otro lado del túnel es La Robla, perdimos el aislamiento como disculpa. Ya sólo falta que vengan los nuevos ferrocarriles y que las cercanías no sean como el Tren de la Bruja sin escobazos. Menos mal que nos queda Arde Bogotá.

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