El estado ideal es siempre una quimera, algo irrealizado e irrealizable. Pienso compuesto para crédulos o resignados del mal menor. Las grandes palabras como 'pueblo' o 'nación' son un sonajero que hace un ruido grato para quién no posee otra cosa que una ilusión reincidente ... y ciega. Doblada nos la inoculan, sabiendo que duele más, conocedores de que el miedo hace disminuir la molestia. La queja eterna se convierte en el excipiente de todas las conversaciones, como si exteriorizando nuestro malestar el daño fuera menor, endosándoselo simbólicamente a quién pacientemente escucha nuestras cuitas, esperando el momento de colocar las suyas. Podemos elegir entre plumeros pamperos, playa o montaña, el chorizo o la fruta. Escoger entre la alegría tonta de quién se contenta con estar vivo, tomándose cada día como si fuera el último, o suspirar hasta deshacer el castillo de naipes que hemos ido fabricando con celo.
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Gijón es una ciudad tan mágica que las estaciones de tren se mueven durante la noche, yendo de barrio en barrio. Nuestras calles esconden canales navegables que sólo unos pocos han podido ver, un tesoro de millones sumergido en el subsuelo. Hay sorderas que gritan y aullidos que se quedan en susurro. Nuestro presidente –el Obama de las Cuencas le llamaban– le dice 'miau' a Madrid, condensando todas nuestras frustraciones con esa perreta leve propia de aquel primo que está de visita y quería otro huevo frito y no se atreve a pedirlo.
Putin expulsa a los periodistas hostiles, la gorgona que gobierna la corrala matritense convierte a los reporteros que la investigan en sacamantecas. Quieren plumas en barbecho, dóciles eunucos con una indigestión de confidencias que jamás verá la luz. En Portugal, los informadores se han puesto en huelga por primera vez. Los ojos de la sociedad están cansados de precariedad, hartos de ser cómplices involuntarios del bulo y la demagogia. Exhaustos de mirar al suelo buscando una última huella de aquella vocación de ser un testigo objetivo, sin un color que siempre acaba destiñendo. No queda otro recurso que la impertinencia y el dedo en el ojo, arriesgarte a que te llamen rojo o adorador nocturno y ser tildado por quienes no saben ni colocar bien un acento. Nuestras pasiones siempre encuentran un camino para volver, aunque el tiempo y las arrugas puedan hacerlas irreconocibles. Una llamarada del sol nos puede llevar a la Edad Media y un calentón de los del botón atómico al Paleolítico. No me extraña que haya personas que hayan visto bien negociar su iris con un destino incierto, la forma contemporánea de la barroca venta del alma. Antes nos vendían la burra, luego la moto, después el tren, pero la primavera siempre puede más.
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