La Navidad se ha convertido en una festividad difusa y profusa, una celebración de duración indeterminada que cada vez se adelanta más, igual que la floración de los árboles a causa del cambio climático. Como en un pugilato de nuevo rico, solo qué con el ... dinero de todos, los alcaldes compiten en que sus ciudades sean las más iluminadas, con los árboles más grandes y los villancicos más obsesivos. Este año, la sincronía con las matanzas de Ucrania y Palestina hace de este despliegue millonario de focos de led algo aún más paradójico, un paraíso artificial de fraternidad encapsulada, un 'carpe diem' que recuerda a la letra del villancico de Juan de la Encina: «Que es costumbre de concejo, que todos hoy nos hartemos, que mañana ayunaremos».

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Celebrar con fastos y bambolla el nacimiento del hijo de unos refugiados que tuvieron que escapar de una matanza, mientras se están perpetrando unos actos de crueldad obscena, en el mismo lugar en el que apareció esa luz que anunciaba amor y fraternidad entre todos los hombres de buena voluntad, es, como mínimo un sarcasmo. Igual que pasar del «orgullo y la satisfacción», del 'demérito' huido, a las noticias de una Familia Real separada por los escándalos, algunos notorios y otros ocultos por la opacidad interesada de la institución, acostumbrada a practicar la estrategia del avestruz. No habla demasiado bien de nuestra democracia el hecho de que tengamos que informarnos de determinados temas en medios extranjeros. Habrá quién defienda que los personajes públicos también tienen derecho a una vida privada y que existen determinadas instituciones que sólo tienen un carácter simbólico y decorativo. En ese caso, quizás fuera bueno que alguien nos preguntara qué símbolos y decoraciones preferimos, en vez de acusarnos de desafección, tibieza o indiferencia al respecto de aquello que ellos consideran representativo de todos. El último derecho que tenemos es el de manifestar un sonoro 'no me representa', sin que tenga que venir nadie a catalogarnos de poco patriota, mal español, 'Grinch', o aguafiestas.

Muchos defienden los adornos navideños como una obligación respecto a los niños, que merecen gozar de algo de la ilusión que disfrutamos los mayores a su edad -se lo compro-, pero también está bien que en edades tiernas los futuros adultos vayan vislumbrando las contradicciones dolorosas de la existencia. El sufrimiento de las madres rusas, ucranianas, palestinas e israelíes es real y no tiene comparación con el que sentimos al ver morir a la madre de Bambi. Sin ilusiones pueriles la vida sería aún más dura de lo que ya es, pero la alegría impostada no puede sustituir a la felicidad real, ni las bombillas a la verdadera iluminación, que siempre va por dentro.

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