Cuando comenzó la emisión de 'Twin Peaks', Tele 5 no se podía ver en Cartagena porque la cadena no llegaba a todo el territorio nacional. Mira, como el AVE. Aquí no pillábamos cacho ni cacha, ni Emilio Aragón ni Mama Chicho. Tampoco 'Twin Peaks', por ... lo que nos limitábamos a leer con envidia intestina lo que publicaba la prensa nacional y a esperar con ansia viva el regreso de Paco, que estudiaba en Valencia y que, cada fin de semana, volvía hablando de la obra televisiva de Lynch con la misma emoción que si hubiera contemplado los jardines colgantes de Babilonia.

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Después, cuando al fin pudimos verla, le dimos la razón. Nosotros y millones de espectadores más, los mismos que si antes hubieran visto 'Cabeza borradora' no se habrían acercado a la serie ni con un palo. Conste que no lo digo desde la superioridad intelectual, que todavía no he terminado de entender 'Carretera perdida', sino desde lo extraordinario que resulta que un director raro, siniestro, extraño, oscuro, que diría Mila Ximénez, acabara convirtiéndose en un fenómeno popular. Pero Lynch demostró que era posible hacer algo comercial sin renunciar a la autoría. Y encontró la piedra filosofal.

Con 'Twin Peaks' ya en todas las pantallas amigas, una, que es de la raza obsesiva, se pasaba los días metiéndose guindas en la boca para intentar hacerle un nudo al rabo y las noches teniendo pesadillas con Bob o soñando con el agente Cooper, según tocara. Cooper era aquel tipo tan limpio y engominado que amanecía con la forma de la almohada en el pelo, bebía cafés negrísimos y comía tartas de cerezas con sabor a Kojak de fresa. También hablaba con su grabadora: antes de Siri y de Alexa, ya estaba Diane. Hasta en eso Lynch fue visionario.

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