El padre de una amiga llevaba un perrito de juguete sobre la bandeja trasera del coche, uno de esos que movían la cabeza de arriba a abajo en un 'sí' eterno y dócil. Le daba igual que le condujeran a la playa que al campo ... que al trabajo; al perrito todo le parecía bien. La imagen siempre me atraviesa la memoria, como un rayo viejo, cuando veo a los políticos haciendo declaraciones a los medios: ellos en el centro, planchados y peripuestos, contando sus cosas; delante, los periodistas aguantando mecha y grabadora; detrás, unos tipos asintiendo con la cabeza porque están de acuerdo en todo. Como el perrito.

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En ocasiones, quien más y quien menos también es perro. Y amaestrado. Puede ser por convencimiento auténtico, sí, pero también por mera simulación interesada: por dentro pasan cosas, muchas, demasiadas, pero las guarda y las lleva clandestinamente, ocultas en el bolsillo del pantalón. De vez en cuando mete la mano, las toca con la punta de los dedos, se asegura de que siguen ahí, las deja. Y puede que, en algún día raro, un día más rabioso de lo normal, o más valiente, o más destructivo, coja una, la saque y la enseñe.

Creí que era eso lo que había pasado en una escena que contemplé hace poco: en una rueda de prensa, un hombre negaba con gestos las palabras del, por lo visto, no tan amado líder. Situado a su espalda, movía la cabeza de izquierda a derecha a cada nueva afirmación del dirigente, que hablaba sin ver lo que ocurría detrás. Por tenso e inusual, aquello era bellísimo. Me equivoqué, claro: el hecho sucedía en Bulgaria, país donde, al contrario que en el resto del mundo, se dice 'sí' meneando la cabeza de un lado a otro, en lugar de sacudirla de arriba a abajo. Ya me extrañaba a mí.

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