Camino de Barcelona, con los trajes para la boda cuidadosamente estirados sobre la bandeja del maletero, una bolsa de gominolas en la guantera y muchos kilómetros por delante y por detrás, pasamos por Valencia. De repente, el heredero, que va tecleando un trabajo en el ... portátil, levanta los ojos de la pantalla, echa un vistazo por la ventanilla y nos dice: «Mirad». Y miramos. Y vemos una montaña de vehículos llenos de lodo. Coches y barro.

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A mi santo se le escapa un «¡Qué barbaridad!», al heredero un taco, a mí un bufido. Después, se hace el silencio, solo roto por el murmullo de la radio, que suena bajito para poder oír a Siri, a Alexa o a quien sea la tipa del navegador que nos va diciendo por dónde tenemos que ir. Para salir del estupor, subo el volumen: están hablando varios vecinos de las zonas afectadas. El alma, que se nos había quedado a la altura de las rodillas, se nos cae a los pies. Llevan cuarenta días y cuarenta noches en un desierto donde solo hay ruina, dolor, angustia y caos. Y pérdidas irreparables. Y rabia. Mucha rabia.

Acaba el programa y entran las cuñas publicitarias. Anuncian una tienda de regalos de empresa, una marca de jamones, otra de turrones y un restaurante «perfecto para las celebraciones de Navidad». En esta tierra disfrutona donde son capaces de hacer una fiesta pagana y golosa del arroz del domingo, dudo que este año tengan cuerpo para celebrar algo. Pero el barro ya está seco, y ya no sirven las excusas inventadas sobre la marcha para evadir responsabilidades, ni las soluciones improvisadas, ni los vanos intentos de consuelo. Quieren, exigen y se merecen algo más que peladillas pringosas envueltas en celofán.

Cuando volvimos, la montaña todavía estaba allí.

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