Más allá del asunto sexual y, ya se verá o no, delincuencial, en lo de Errejón no se puede dejar pasar el lenguaje. El suyo. El de tantos. Natalia Ginzburg leyó a Moravia, 'Los indiferentes', «con el objetivo preciso de aprender a escribir». Moravia le « ... pareció la primera persona que se había puesto de pie y caminado con rumbo exacto hacia lo verdadero». El poder del lenguaje es evidente. Ya lo explicó Klemperer con los nazis. Ginzburg fue consciente de cómo con el lenguaje te cuelan ideologías terribles y la nada. O lo que es peor, se mete en las costumbres y la moral. Ginzburg se encontró con un lenguaje petrificado. Tanto Cesare Pavese como Ginzburg buscaban, según la biógrafa de la italiana, un lenguaje nuevo porque el viejo se había vuelto hueco e inútil tras veinte años de fascismo. Según Ginzburg, se había convertido en «moneda fuera de curso, que ya nadie acepta». Y esa es la basura en la que habla, escribe y vive Íñigo Errejón.
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