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Repetimos

Cuando la tensión política aumenta, la gente se polariza y siempre aparece un 'Hitlerín' de casa o de fuera que aprovecha el desconcierto

Martes, 22 de febrero 2022, 02:36

Al acabar la Primera Guerra Mundial, el cabo alemán Adolfo Hitler se licenció sin oficio ni beneficio en un país derrotado y arruinado. Como gozaba de verbo fácil y de arrestos patrióticos, se integró en un partido 'nazionalista', se dio a valer en él y ... en breve ocupó la jefatura para hacer y deshacer a voluntad y sin estorbos. Su proyecto, dar leña al mono hasta que hable alemán, coincidía con el de cualquier macho alfa descerebrado. Para cumplirlo, primero se libró a cuchillo de sus enemigos interiores, (¡cave idus Martii, Ayuso!), en la llamada Noche de los Cuchillos Largos. Luego, tras la ejemplar matanza de los suyos, el guión le llevó a arremeter sin titubeos contra prójimos a los que consideraba inmunda hez terráquea, sindicalistas, comunistas, enfermos mentales, homosexuales, gitanos y razas impuras, como los judíos, a quienes tras la Noche de los Cristales Rotos fue confinando en campos de exterminio, para limpiar este mundo de bestias infrahumanas. Miles de alemanes, hartos de desórdenes y miedos, dieron su placet a tales fechorías, y con sus votos auparon al cabo Adolfo al trono de la cancillería, desde la que el muy imbécil trató de recomponer el viejo Sacro Imperio Romano Germánico, el Tercer Reich. Su primer trámite para el aseo general consistió en quemar el Parlamento, el Reichstag, para dejar claro de qué iba la cosa. El final de aquella aventura consta en libros de historia. De cómo la desidia e ignorancia de unos cuantos permitieron la promoción de aquel acomplejado paranoico que nos legó el trágico resultado del Holocausto, y de más de 90 millones de muertos.

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