En nuestros días, la cultura de la productividad -la idolatría, ciertamente, al rendimiento y obtención de un beneficio constante, sea este éxito, dinero, prestigio, premios, seguidores o atención- nos ahoga. Esconde, e incluso destruye, los delicados hilos que tejen parte de nuestra propia existencia y ... que no son otros que los del tiempo ocioso. Tiempo vagabundo para pasear por ideas, perderse en sueños, deambular por simples entretenimientos sin necesidad (ni obligación) de encontrar y obtener nada que no sea simple satisfacción íntima. Y a veces, ni siquiera eso.
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Nos encontramos atrapados en una suerte de laberinto de espejos, una atracción de feria en la que nos vemos feos, deformes, poca cosa, inútiles e infecundos si no bailamos todo el rato. Sin tregua. No sabemos cómo hemos entrado, cómo hemos llegado a estar atrapados y tampoco, he ahí el verdadero problema, cómo salir. Solo podemos bailar. Bailar de manera frenética porque nuestro valor, quiénes somos y lo que importamos se cifra (todo se cuantifica) en tareas cumplidas, metas alcanzadas y una perpetua ocupación. En consecuencia, en este delirante baile y en esta desequilibrada tolvanera de supuestos logros, hemos perdido la significación de la pausa, el arte de perderse en la quietud o la magia de no hacer nada. Nada. Sólo ser. Sólo estar. Quizá esa, precisamente, es la salida del laberinto, la llave que lo abre, pero a estas alturas me temo, hemos descuidado la capacidad de discernir entre lo necesario, lo obligado y lo deseado.
La creencia en una productividad necesaria -oída, leída y sentida a todas horas y en todas partes- nos lleva a correr sin descanso en la rueda del posible éxito, mientras olvidamos que la auténtica sabiduría y, con toda probabilidad, felicidad, reside en la riqueza del tiempo no estructurado. En esos momentos de pausa, cuando el reloj deja de marcar un ritmo dictado por el deber, por el peso de una obligación creada para mantenernos tan ocupados que no tenemos tiempo ni para soñar. Momentos en los que la mente se permite divagar y explorar el grandioso y de verdad mágico paisaje de la contemplación.
La obsesión por avanzar, por ser mejores (los mejores) en todo lo que hacemos -incluso en aquello que hemos escogido, en principio, sólo para divertimos, para ser felices, disfrutar, reír, soñar, desconectar del mundo y su ruido- nos ha hecho perder de vista la riqueza del reposo. El silencio que nos susurra secretos que solo puede revelar la quietud de la mente. La calma del tiempo vacío.
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La sociedad, nosotros, en su afán por glorificar el hacer constante, ha colocado el tiempo inactivo en un rincón sombrío y pecaminoso. Me gusta esta palabra. Pecaminoso. Parece de otra época, pero creo que es muy acertada en todo este asunto. El pecado de la pereza. Pues yo reivindico la pereza. Reivindico pecar. Reivindico el alivio y el tiempo ocioso del que nace la reflexión, la creatividad y donde encontramos la profundidad a nuestra misma existencia; donde se revela la complejidad de la experiencia humana, porque detrás del velo de la productividad desmedida se esconde la paradoja de que, al buscar el continuo avanzar, perdemos la esencia misma de la vida.
Y es que en la vida, la auténtica riqueza se encuentra en la danza armoniosa entre la acción y la pausa, en la poesía callada del tiempo fuera del sistema productivo, porque lejos de ser un paréntesis en la partitura del rendimiento, puede ser la melodía que dé sentido a todo lo demás.
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