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Cuando el profesor Víctor Pérez Díaz publica en 1987 su ensayo 'El retorno de la sociedad civil', ya apuntaba la paradoja de que el peso creciente del Estado en las sociedades occidentales no se correspondía con un aumento del depósito de confianza social en esos ... estados. El retorno de una sociedad civil fuerte e influyente debería restañar esa herida. Para el caso español, ahondaba en el 'problemático' desarrollo de una sociedad civil que, sin embargo, había impulsado el cambio social y político desde dentro del autoritarismo franquista y facilitado luego la transición a la democracia, desautorizando, por cierto, en referéndum, a los partidarios de la ruptura. Una sociedad civil articulada a través de un rico tejido asociativo, desde asociaciones de vecinos a grupos como 'Tácito', sin olvidar infinidad de espacios artísticos o publicaciones como 'Cuadernos para el diálogo'.
Sin embargo, poco después, en 1992, el propio Pérez Díaz se alarma ante la «fragilidad» de la sociedad civil. Y es que buena parte de quienes la habían impulsado en los últimos años de gobierno del general Franco, se habían pasado con armas y bagajes a los flamantes partidos políticos que, su vez, jibarizaron y tomaron el control de un mundo asociativo y cultural, e incluso, estos últimos años, de parte de la prensa; pasando a formar, en buena medida, parte de la galaxia partitocrática. La evaporación de la sociedad civil coincidiría, además, en Occidente, pero también en España, con la oleada hedonista, de fondo individualista, que cristaliza en mayo de 1968, con el descarrilamiento de la aventura socializante de Mitterand, con la caída del Muro y la eclosión de la sociedad red, legitimando la llamada 'revolución liberal' y sus variantes de 'tercera vía'.
El resultado de todo ello es la quiebra de muchos lazos sociales y comunitarios. Y también de la sociedad civil. La paradoja es que, como sugieren varios ensayos publicados por autores liberales -Fukuyama entre ellos-, a lo largo de este año la degradación, los excesos o la malinterpretación del liberalismo han reforzado al Estado, ocupando el vacío dejado por la sociedad civil y los lazos sociales. Y, añado, no solo por el Estado, sino también por las corporaciones, en una relación de mutua connivencia. Sucede, por supuesto, en casi todo Occidente, pero muy particularmente en España, donde la simbiosis entre las élites empresariales y una clase política mediocre genera sorprendentes regulaciones desde el Gobierno de la nación, las comunidades y, desde luego, los ayuntamientos.
Es posible que más de un lector se esté preguntando qué diantre es eso de la sociedad civil. Hablamos de una serie de instituciones autocoordinadas, transversales, intermedias entre los individuos/electores y un Estado limitado, sujeto al estado de derecho, capaces de conciliar la defensa de intereses privados y públicos o comunitarios mediante la práctica de la discusión racional con otros agentes. Hablamos de asociaciones, sean cívicas o particulares, grupos artísticos, grupos de pensamiento, colegios profesionales, incluso sindicatos… Que deberían influir en los programas políticos y matizar luego su aplicación. Naturalmente, está vinculada al concepto de ciudadanía, entendida en sentido clásico, republicano, ciceroniano, no solo como comportamiento individual virtuoso, sino como la defensa del interés común mediante la participación racional en el gobierno de la res pública.
Surge, en consecuencia, no ya un escepticismo un tanto cínico o nihilista, sino también una notable frustración social ante la incapacidad para influir en las decisiones gubernamentales, que se desahoga a través del denuesto de barra de bar o del improperio que facilita el anonimato en unas redes sociales plagadas de 'espontáneos' y de 'bots' partidistas tendentes, paradójicamente, a aislarnos de la realidad creando zonas de confort ideológico. Son denuestos e improperios lógicamente improductivos, multiplicadores de la frustración. Y con frecuencia, por alejados de la realidad, irracionales, inservibles, alejados de la complejidad de la gestión de la res pública y de la multiplicidad de intereses contrapuestos a los que nuestras administraciones públicas deben atender. Se genera así un ruido meramente impulsivo, emocional, con frecuencia hemipléjico, que las formaciones políticas -en España, bloques- tienden a reforzar en su provecho, generando una algarabía autista, irracional y carente de matices, alienante, que polariza nuestras sociedades y las hace ingobernables. Además, la desconfianza es mutua. La sociedad desconfía de sus élites políticas y económicas y de un Estado al que, sin embargo, pide que resuelva sus problemas. Y también de esa pseudo sociedad civil y de una prensa mediatizadas por el estado o por interesas particulares o de grupo. Pero las élites también desconfían de esa sociedad crispada e irracional, intentando controlarla mediante ayudas, propaganda y controles crecientes. O a través de mantras de moda: desde un énfasis individualista en la libertad de usos y costumbres, al más reciente 'que la gente se lo pase bien'. O, incluso, sutilmente, a través del temor. Resultan de todo ello sociedades disfuncionales, trampantojos democráticos donde la conversación entre élites y ciudadanía, o incluso entre grupos diversos es, más allá de la negociación de los propios intereses de grupo, casi siempre mediatizados por la política, inexistente.
Estamos en un momento crucial de la historia. Desde las potencias emergentes, pero también desde nuestras sociedades, se están cuestionando los principios que, desde Grecia, llevan al cristianismo, al Renacimiento, la Ilustración y las sociedades liberales, alcanzando su apogeo con la 'pax americana'. Proliferan los líderes que tamizan su mediocridad con la soberbia, el populismo y lo emocional. Y, siempre, con el arbitrismo iliberal. Sucede en buena parte de Occidente, pero particularmente en España y, desde luego, en una Asturias con escasa tradición civil. Y cuando la democracia flaquea, o se confunde con la prodigalidad estatal, corremos el riesgo, como apuntaban los clásicos, de degenerar en la demagogia o en la tiranía.
Son cada vez más las voces que apuntan a la recuperación de la comunidad. A que los individuos desarrollen, además de sus facetas publica -esencialmente, el trabajo- y privada -la familia, los amigos, el clan-, la ciudadana, defendiendo, desde la racionalidad, lo propio y lo común, restañando esas heridas estableciendo canales de comunicación entre gobernantes y ciudadanía, aportando ideas, claves, y participando, creo que beneficiosamente, de la complejidad de la gestión pública a la par que se achica y se comparte espacio con las corporaciones. No estoy seguro, sin embargo, de que la gente esté por ello, más allá de lo más inmediato y particular o de grupo. Quizá sea más cómodo, para todos, el exabrupto irracional a cambio de la munificencia pública y el manejo político de las emociones. Pero, coincidirán conmigo, no es el proyecto de futuro más sugerente. ¿O sí?
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