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Les sonará la fábula del rey que caminaba desnudo ante los súbditos atónitos por su lujoso traje; lo veían tal cual, pero razones de fuerza mayor (otra cosa es la fuerza de la razón) exigían jalear el vestuario. La fábula anticipa la historia patria a ... pelo, sin traducción; sí, es lo que parece, no había nada más, ni siquiera cortina de humo: el monarca lucía jovial su desnudez mientras el pueblo aplaudía agradecido el inmerecido regalo de la democracia gentilmente concedida.
De símbolo de la Transición pasó a ligón transitivo disparando a todo lo que se movía; su contrito «me equivoqué, no volverá a pasar» confirma lo primero, pero al propósito de enmienda 'ni está, ni se le espera'. Ilustre moralista en Nochebuena, ilustrado en picos pardos en Nochevieja, marido y padre afanado en mantener cosida la familia para reportaje publicitado contra viento y marea, aparecía (ironías del familiar destino) de D. Juan en las revistas publicadas (no es igual publicitar a publicar) hasta que el mérito precocinado resultó plato emérito, para acabar en recalentado demérito de pesada digestión.
Y. así, mientras el CNI parecía una empresa multiusos: maquillaje, taxi, sastrería, vigilancia playera, financiera de platos rotos… los hombres de negro, con bigotito o bigotón, gafas oscuras, gorra de plato y metálicas chapas 'in pectore' andaban a lo suyo. El milagro de la democracia patria fue sobrevivir a padres y padrastros con su peculiar versión de transparencia: ventilar aquellos polvos y ocultar el lodo subsiguiente. Los papeles –aun– clasificados animaban parrillas privadas y alcobas íntimas entre revolcón y revolcón. Luz y taquígrafos para el bajo vientre, silencio y opacidad para lo relevante. El Rey reina, pero no gobierna, la Rey no reina, pero nos gobierna. Bárbaro uno, Tremenda la otra.
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