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El niño une a su condición de especie protegida la reciente de mascota. El cuidado debido deriva en culto animalista que le obliga a disputar el pódium con canes y gatos. El niño que andaba, retorna cual amputado, al cuello paterno para ahorrar energía; la ... cuidadora recoge el testigo manteniendo sus zapatos intactos mientras le dice 'calamar', 'chipirón' o 'ratón'; en el comedor escolar traga puré sin masticar duros garbanzos, la 'seño' impide su llanto con un 'sí, Bwana' y el abuelo carga su mochila protegiendo la espalda del futuro pívot.
La armonía psicosomática cuerpo-alma exige coherencia: mamá nunca le riñe para evitar traumas, papá exige al entrenador más minutos para el figura, el maestro cambia la programación hasta lograr el diez que los dioses le tienen reservado desde el vientre materno, el viejo cede al monarca su asiento en el autobús, la sociedad imita al 112 ante la mínima queja, sus tíos le regalan un móvil para inmovilizarlo y todos a una financian el gabinete psicológico para gestionarle conflictos internos, bufete jurídico para blindarle de los externos y coach a fin de reforzar su autoestima.
Parece ficción pero asoma en el horizonte. Es innegable, la infancia es un tiempo difícil, pero conviene preguntarse si ante situaciones complejas -nunca fueron fáciles- el deseable cuidado no deriva en obsesivo proteccionismo que trasciende el ámbito familiar. Temo que muchos problemas del joven actual se agravan a partir de una dinámica social que busca evitar todo conflicto infantil. Madurar implica crisis que exigen acompañamiento pero son inevitables, salvo que hinchemos burbujas que antes o después acaban por explotar; la madurez personal es obra de una dura tarea y un largo trayecto. Conmueven-remueven los efectos, pero permanecemos paralizados ante las causas.
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