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Pocas veces un antifaz resultó tan revelador y una careta encubridora contenía tanta geta. Esta gente confirma la estatura moral del Lazarillo posmoderno que, lleno de amor patriótico y afanado en salvar vidas, también sabía cuidar la suya. Ambos, el caldo gordo del gordo Koldo ... y la empresa fantasma del fantástico novio-consorte, apuntan a un nuevo emprendedor: el 'glocalisto', capaz de comerse el mundo sin salir de casa, de convertir la peor crisis en la mejor oportunidad.
Ambos aplicaban el principio de los vasos comunicantes: la muerte de unos revive a otros, el dolor de aquel alivia a éste, el dinero público, ¡mejor en manos privadas!, personas físicas con empresas metafísicas, empresas-pantalla que apantallan y mascarillas transparentes de los más caras, máscaras de más-caritos enmascarados. Uno, gorila de discoteca venido a más, diamante (en) bruto que supo pulir y pulirse, otro, guapito que tiene por capital (aparte de Madrid) un ordenador viejo y un coche nuevo de alta gama, un golfillo –como el coche de la amada–, hecho a sí mismo, a la sombra de su media naranja, gracias a otros y… a costa-coste del resto.
Indigna girar el cuello, alzar la vista, abrir los ojos y recordar días en los que mientras mucha gente se jugaba la vida, la llevaba como podía, la peleaba de mil modos o se la dejaba en UCIs y residencias, los genios saneaban la suya. Mientras la gente asustada se preguntaba qué está pasando, ellos no perdían el tiempo, ni especulaban, era su... ¡gran noche!; ¿qué mal hay en ofrecer 'bienes'?, ninguno, para quien vive la máxima: «Donde abunda la desgracia y el dolor, sobreabunda la gracia del mercado», vacunado contra sensibilidades y pandemias. Ellos estaban a lo suyo, al negocio, porque quizá –para ellos– ciertas vidas no tengan valor pero, sin duda, todas tienen precio.
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