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Crece hasta negarse una libertad corrosiva; llega en un tranvía llamado deseo para imponer el gusto al criterio. La vieja concepción, limitada por condicionantes inevitables, se desprecia y deprecia tras la visión posmoderna, pastoril y bucólica, incompatible con cualquier límite o peaje. La norma, el ... criterio ético, la referencia al bien común, son cargas pesadas cuando no pura y dura opresión.
Se impone una libertad ajena a responsabilidades, corta de miras, ancha de manga, lejana a proyectos vitales asociados a sumisión; mejor elegir según el instante y el deseo, mejor negarla tras borrar el impulso toda alternativa. Compromiso es atadura, la disciplina, una práctica superada; afrontar y asumir responsabilidades, una vieja reminiscencia de conciencias enfermizas a salvar mediante terapias de choque. La autonomía kantiana que exigía fidelidad a la norma moral de recta conciencia, es suplida por el ensimismamiento narcisista, deseo bajo ventral y criterio umbilical.
A más reacción primaria, más sensación de libertad; a más griterío, más valor; a menos criterio, más liberación, a más selva, más tufillo progre hasta lograr que el chaval considere el estudio esclavitud y el saber, algo superfluo frente al liberador taparrabos. Animemos estos vientos y llegará el vendaval, ofertemos ídolos de barro y el edificio humano acabará en chabola; la libertad sin principios conduce a la propia muerte. Acaso un día, no muy lejos, preocupe –y ocupe– más la hora de cierre de la discoteca que del Parlamento por derribo o se dedique más esfuerzo a defender la libertad canina para correr por la playa que el derecho a pisar la arena de todo ser humano. Al parecer dejan de ser referentes viejos luchadores que se jugaban –incluso daban– la vida, sustituidos por ciertos personajes entregados a jugar con la vida.
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