N o deja de sorprender que quien debía tender puentes, prefiera volarlos usando un lenguaje perverso, agresivo y faltoso. Cuando la alternativa para gestionar la convivencia, insulta y el lobo se viste de pastor, se favorece una sociedad irascible a la que luego resulta difícil ... sentar a la mesa, como si nada hubiese pasado. Se confunde radicalidad con griterío, crítica con insulto y discrepancia con intolerancia hasta no concederle al rival político ni agua.

Publicidad

En política no todo vale ni todo lo vendido por valor, lo es; hay líneas que no deben pasarse, pero se normaliza, en nombre de supuestos principios, ignorarlas o, directamente, asaltarlas obviando que la virtud de la democracia consiste en lograr que ideas distintas, a veces opuestas, incluso irreconciliables, convivan merced a un pacto de sangre: prohibido romper la baraja... porque no hay recambio. Las formas son sagradas, no cabe mentir o insultar, ni siquiera en nombre de la libertad; no basta cumplir la norma ni aceptar cualquier vía. La partida exige jugadores decentes, un pacto entre caballeros que quieren ganar pero están preparados para perder, que pelean la victoria pero admiten la derrota, sabedores que aunque todos los caminos conducen a Roma... algunos, más que al Foro, conducen directamente al Circo Máximo.

La democracia es un cauce y sobretodo, un ideal a perseguir y construir a diario. Cuando deja de serlo, deviene simple mecanismo que antes o después nos retrotae a la caverna; la democracia no es un mero recurso, es una modo de convivir y vivir. Tenemos un problema que se cree la solución: confundir envoltorio con contenido, el aspaviento con el proyecto, el gesto con el gasto y al discrepante con alguien peligroso por tener otra visión. Vendría bien sosiego, diálogo y disposición a reflexionar sobre el sentido de la democracia.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

3 meses por solo 1€/mes

Publicidad