Hace algunas semanas supimos de una disposición del inefable Kim Jong-un, presidente de Corea que, para conmemorar el aniversario, el décimo si mal no recuerdo, del fallecimiento de su padre y antecesor en el cargo (en esto los presidentes coreanos son muy monárquicos), prohibía, ... entre otras cosas, la risa durante once días a todos los habitantes del país.
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Once días sin reír, once días de adustez obligatoria, de seriedad por decreto, once días. Y, ello es bien sabido, no hay cosa que apetezca más que reírte cuando sabes que no puedes hacerlo. Todos guardamos en nuestra memoria el recuerdo tan angustioso como descacharrante de estallar de risa en los momentos más inoportunos: en las clases del más ceñudo profesor cuando estaba en plena bronca, en una ceremonia religiosa, en mitad de un acto de solemnidad inexcusable, en una conversación seria que se veía atravesada por una imagen, por un recuerdo, por la asociación de una idea que conducía inevitablemente a la explosión. Reírnos justo cuando no debemos, con el carácter subversivo de la risa.
Que levante la mano el lector que no tuvo, en aquellos tiempos en que el castigo consistía en escribir un número de veces casi siempre múltiplo de cien, aquello de 'No me reiré en clase'. Prohibir la risa ha sido siempre el recurso de quien pretendía mantener bajo control el pensamiento, y para ello se han utilizado coartadas de todo tipo: la carcajada se asocia a la vulgaridad, a las personas educadas les basta una leve sonrisa, y como toda explosión que se escapa al control incluso de quien la protagoniza, resulta sospechosa y por tanto algo alberga de peligro. La risa ha estado siempre, a lo largo de la historia, en el punto de mira del poder, de las religiones, y hasta de la filosofía. No es casualidad que en la actualidad sean frecuentes los procesos judiciales en los que se ven envueltos humoristas con más o menos gracia (que ese es otro tema) o que incluso algunos sean objeto de la ira del terrorismo.
Da igual que se hayan demostrado los beneficios que trae consigo para la salud, hasta el punto de que por todas partes se organicen talleres de risoterapia, que ya es llamativo que reír, algo tan natural, tan necesario y tan inherente a la condición humana, haya de ser prescrito como recomendable para favorecer el sistema circulatorio, el inmunológico, el respiratorio y la oxigenación, aligerar el estrés, liberar endorfinas. A pesar de todo ello, reír siempre suscitará la desconfianza, porque la risa tiene en su propia esencia un componente revolucionario, un arma que ni hiere ni mata, pero desestabiliza. Porque reír está inevitablemente unido a la felicidad y no hay nada que moleste más a quien pretende ejercer un control de cualquier tipo que la felicidad. Estos días se recuerda una frase de Almudena Grandes: «Con el tiempo comprendí que la alegría era un arma superior al odio». La risa como expresión de esa alegría es el refugio de quienes nos pertrechamos contra ese odio y hacemos acopio de ideas que nos hagan cosquillas en la mente.
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Que, por cierto, los once días sin risa de Kim Jong-un incluyen también otras prohibiciones pintorescas como ir de compras y, sobre todo, el alcohol, pero de eso, ya, si acaso, otro día.
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