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Los últimos años -y, muy en especial, estos dos últimos- han supuesto un baño de realidad para sociedades que, como las europeas, daban tantas cosas por dadas. La paz, la libertad, una abundancia más que notable, eran percibidas como un orden natural de las cosas. ... Y, en un temerario ejercicio de optimismo, se creía que el progreso -sea lo que sea el progreso- constituía un proceso lineal, unidireccional, en el que la única variable que podía alterarse era la velocidad del avance.
Ese era el soporte de disputas que, con frecuencia, recordaban a aquellas discusiones conciliares sobre la sustancia y las relaciones de Dios Padre y Dios Hijo en las que, durante siglos, se enfrascó la Iglesia de Oriente, con resultados contradictorios, muchas veces puramente especulativos, que terminaron por debilitar a la Iglesia y a polarizar a una sociedad devorada por el diletantismo teológico mientras el Islam avanzaba a cuenta de los territorios del imperio.
Pero la frívola despreocupación se ha desmoronado a golpes de realidad. Apareció, primero, el jinete pálido. De pronto, lo que parecía inconcebible, la muerte de cientos de miles de ciudadanos en nuestras sociedades opulentas -aunque aún convalecientes de los efectos de la crisis financieraH se convirtió en dolorosa realidad. Y, ahora, cuando, pensábamos que las guerras en Europa eran cosa del pasado -pese a la reciente de Yugoslavia-, aparecen el caballo blanco de la tercera Roma y el alazán guerrero, sembrando Ucrania de muerte, espanto y destrucción.
Escribo a 18 de marzo. Todo hace pensar que el caballo rojo se detendrá en breve. A nadie le interesa otra cosa: ni a una Rusia exangüe, ni a una Ucrania triunfante, pese a todo; ni a los Estados Unidos, ni a una China que, sin inmunizar ni vacunar, se enfrenta a la amenaza combinada de ómicron y la recesión. Tampoco a una Unión Europea que, pese al efecto galvanizador de la invasión a un socio comercial como Ucrania, se enfrenta, de alargarse la guerra, al corcel negro del hambre, en forma de escasez alimentaria y energética y, sobre todo, con el riesgo de la aparición de un quinto jinete, quizá incoloro e invisible, pero también letal, y que también creíamos superado, como es la inflación.
En la Unión Europea, también en los Estados Unidos, la invasión de Ucrania -ayudada por el magistral manejo de eso que en la jerga militar dan en llamar la dimensión cognoscitiva del multidominio; en esencia, el control de las redes sociales- ha funcionado como el edicto de Constante, orillando la frivolidad bizantina para centrarnos, literalmente, en las cosas de comer. De modo que se han desempolvado y, sobre todo, acelerado, planes que dormían en cajones desde hace lustros. Al igual que nos sucedió con la industria sanitaria, hemos recordado que un pilar esencial de los estados, de la soberanía, es la defensa: se ha reactivado la OTAN al tiempo que Europa parece abandonar el sueño pacifista, dispuesta a cumplir viejos compromisos, rearmándose para defenderse de los enemigos de la paz, de la libertad y de la abundancia, todo lo relativas que se quiera, que tanto había costado conseguir. Y se revisan otros pilares esenciales, como son las estrategias de aprovisionamiento energético y alimentario, tan dependientes de esos enemigos de la paz y la libertad, buscando otras que permitan mayor soberanía y garanticen suministros en situaciones inimaginables hace tan solo dos años.
¿Y España? Da la impresión de que a nuestro país, limitado a un papel subordinado en Europa desde Westfalia y ausente de los grandes cataclismos continentales desde las guerras napoleónicas, le está costando trabajo, una vez más, poner el reloj a la hora del mundo. La UE se apresta, como ya apuntamos, a rectificar políticas energéticas y de defensa, orillando momentáneamente el Green New Deal, potenciando la energía atómica y poniendo en marcha un rearme concertado a escala continental, aceptando algunos sacrificios para salvar lo esencial -notable el descenso en el consumo de gas en Alemania-. Sin embargo, España, que si simpatiza con Ucrania es más por su condición de parte débil y víctima y no tanto por una cuestión de valores cívicos, parece empecinada, pese al cambio de escenario, en mantener el rumbo de una transición ecológica que ya era harto discutible y en mantener un perfil bajo en asuntos de defensa, sin ir más allá de reclamar que, una vez más, sea la UE la que pague la factura de nuestra dejadez.
Lo cierto es que a España la llegada del caballo alazán la ha pillado postrada. Es el país de la UE que menos ha crecido en estos dos últimos años (y también en los últimos tres lustros), de manera que algunos países del Este nos superan ya en ingreso por habitante. Un rezago que no puede atribuirse al turismo cuando Francia, Italia, Grecia o Portugal dependen de él tanto como nosotros. Mientras, la deuda pública es de las más elevadas del continente. Quizá no sea ajena a ella la sustitución de empleo privado por empleo público. Y con el quinto jinete, la inflación, apareciendo por el horizonte, en niveles récord en Europa del 7,5% antes de la invasión, y quizá a dos dígitos ahora, pese a la estabilización de precios de gas y petróleo. Un jinete invisible que, inadvertidamente, roe la riqueza de una sociedad. Muy especialmente, la de un tejido empresarial debitado tras soportar el coste de la pandemia, pero también la de los hogares con menos ingresos, los que más esfuerzo de gasto realizan en energía, transporte y alimentación, los rubros más inflacionistas. Una inflación que no podrá compensarse mediante subidas salariales que, en realidad, realimentarían la espiral de precios.
El desafío es colosal. España tendrá que hacer un esfuerzo inversor en defensa -Ucrania nos queda lejos, pero ojo al Magreb y, muy especialmente, a Marruecos-, al tiempo que atiende una exclusión social en aumento, que afecta a sectores sociales crecientes y que será -es- fuente de descontento. Todo ello obligará a redefinir cuánto dinero público podemos gastar y en qué lo empleamos, conteniendo el gasto en pensiones, atendiendo a la inversión y practicando políticas sociales de precisión que eviten abusos y sean verdaderamente redistributivas.
La cuestión es si todo ello es posible con los actuales mimbres gubernamentales, con una izquierda populista, radical o extrema, alienada en posiciones más cercanas a las de sus homólogos latinoamericanos que a la de los europeos, que rechazan sin ambages la postura del Kremlin en Ucrania. Quizá los sacrificios deberíamos hacerlos todos: también un Gobierno que, de una vez, debería empezar a centrarse, a gobernar y no a construir relato de brocha gorda, a mirar lejos y no a las próximas elecciones. Cambiando pactos de gobierno por un acuerdo de Estado lo más amplio posible que favorezca una estrategia nacional creíble, realizable más allá del papel, adecuada a un escenario complejo a largo plazo y, sin duda, distinto, más centrado en cuestiones esenciales, y dominado, ahora mismo, por el galope de los cinco jinetes.
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