En una exposición que hizo Fueyo en Avilés había un buen muestrario de sus obras. Después de repasarlas, charlando, me preguntó: «¿Cuál te parece mejor?». Le contesté que aquella salamandra y replicó irónico: «A mí también, pero quién quiere poner una salamandra en su salón». ... Siempre prefirió conservar sus obras a venderlas.

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Cultivaba una pintura más que realista, naturalista, en ambos sentidos de la palabra, pero con ese toque que hacía que sus trabajos trascendieran el objeto y respirasen un Fernandofueyismo reconocible al primer vistazo. En otra ocasión escribí que sus cuadros me recordaban a las escenas de Vermeer y de Hopper, me dijo: «¿Cómo sabes que son dos de mis pintores favoritos?». No podía ocultarlo.

Algunos temen que una fotografía les robe el alma; la pintura de Fueyo no roba el alma, la captura para devolverla más diáfana, tras haber destilado, en unos trazos y en unos colores, la esencia de lo retratado, fuese una persona, un objeto, un animal, un árbol o un paisaje. Su pintura tenía algo de dejà vu, de esa sensación de haberlo visto antes de forma menos viva que cuando nos asomamos a su obra. En eso consistía su arte.

Tal vez fuera más conocido en los círculos naturalistas que en los artísticos por su compromiso con un incipiente Fapas, con un recién nacido 'Quercus' y con un más que consolidado equipo de Atapuerca. Siempre le llamó la atención que en el lugar más insospechado alguien le recordase aquellos dibujos publicados por la primera revista española de naturaleza, que, en realidad, como él mismo recordaba, fueron muy pocos, pero influyeron en muchos.

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Tenía esa visión personal que alimenta el motor de los artistas. Aseguraba, sin inmutarse, que estuvo contemplando un tejo y que en un momento determinado el árbol se dio cuenta y le sonrió. Entonces comprendió que era el momento de retratarlo. Mi mente racionalista no le creyó una palabra, pero me hice cargo de que había pintado un árbol que parecía feliz.

Le gustaba complementar sus cuadros con la huella de un círculo imperfecto que dejaba un vaso de vino tinto del Somontano sobre su obra, en el lugar adecuado. Era su modo de agradecer a la tierra su naturaleza cíclica, su evocación inspiradora y sus pigmentos naturales.

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