Cirilo no había leído a Pascal, pero entendió los vasos comunicantes cuando lo destinaron en la fábrica como ayudante de un fontanero. Por eso en el instante en que él y su parienta, que limpiaba portales, compraron un piso, para darse el gusto ideó enchufar ... una goma a los garrafones que traía del pueblo, sirviéndose el vino en el comedor mientras veía la tele junto a su señora, llamada Eustaquia. Chupaban de la goma en tanto se ilustraban de bodas, divorcios y cuernos, mirando a unos cuantos gandules inflados con botox. Y preguntaba ella: «¿No sería bueno que se casaran Paquirrín y Rociito? No hacen mala pareja y, además, darían qué hablar». Todo lo que importaba al matrimonio jubilado era levantar la cabeza y mirar hacia adelante, pensando que mañana amanecería e iban a encontrarse con otro día igual que hoy o ayer. El aturdimiento de la media borrachera no les hacía olvidar la juventud en el páramo, acordándose él de cuando pastoreaba tapado del frío con la media manta que le daba el amo. Los recuerdos de ella eran las bacinillas que movía en casa del alcalde y los sonidos a coro que escuchaba dentro de la escuela: dos por dos cuatro, dos por tres seis, a sus trece años, cuando la pusieron de criada.

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La mili de Cirilo lo trajo a la ciudad, y al licenciarse se enroló en la gran fábrica. Veía lo que respiraba, y lo iba matando como a los demás lo que no veía. Pero conoció lo que era descansar el domingo y poder ver aquel mar que le pareció inmenso. Trajo a la Eustaquia del pueblo, trabajaron y vegetaron en la ciudad como todo el mundo, y en estos tiempos modernos degeneraron chupando alcohol por un tubo y televisión basura por otro. Tenían algún dinero ahorrado, guardado en un rincón de la casa, y lo imprescindible en la cartilla del banco para hacer frente a los pagos. Su entretenimiento favorito, aparte de estar al día de bodas, bautizos, cornamentas, partos y demás dolores, era acostarse y sentados en la cama, derramando su vientre sobre las mantas, ir contando el dinero que tenían guardado. Desde los céntimos hasta los billetes mayores, y esto les producía una sacudida del tedio y hasta les llenaba de orgullo.

La calle rebosaba aquella noche de paseantes. Cirilo y Eustaquia habían succionado la goma hasta enrojecerse, y se miraron cómplices y picarones. La pota de puré de lentejas se lanzó al aire abriendo media ventana y volviendo a cerrarla. Abajo sonaban gritos como utaparió y anrós. Ji, ji, ji: una que parió y era de Quirós.

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