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En política, los finales de ciclo suelen despedir un profundo olor a putrefacción. En el caso sanchista, el aroma es especialmente penetrante, porque se mezcla con el puritanismo más rancio en espuria aleación con el adanismo más idiota. Carne roja, toros, dulces, la 'cultura de ... la violación'… Y ahora tocan la prostitución y el porno. La propuesta es pueril, es hipócrita, y peor todavía, es paternalista: papito Estado se cuida de que no te desvíes, en la mejor tradición maoísta. Venga, vamos a prohibir las putas y multemos a los puteros. La esclavitud sexual continuará, por supuesto, porque en vez de perseguir el proxenetismo, la actividad sexual forzada, el secuestro, la reclusión, se perseguirá a las pobres chicas, incluidas las que decidan trabajar voluntariamente. En este caso, la moralina de cierta izquierda se mezcla con el tufo santurrón de cierta derecha, ambos purificándonos con una mano mientras con la otra se quitan de la nariz los restos de farlopa.
Nos hablan de moral, de dignidad, cuando lo único moral y digno es legislar unas condiciones laborales aberrantes. El comercio sexual puede ser, como cualquier otra actividad, un curro que cotice y tenga su pensión. Quizás no sea lo más estético del mundo, pero dimensionar y regular la mascletá de pasiones en la que vive un ser humano no es en absoluto naif. Es lo que hay. Porque lo que no va a suceder es que el puterío desaparezca por mucho que los nuevos predicadores vivan en sus ensoñaciones narcisistas (la droga tampoco desaparece). Al contrario, los Vladimir y los Boris y los Dimitri se frotan las manos al ver a las tortuguitas sin caparazón, pensando en la pasta que van a hacer con el nuevo mercado negro. Acto seguido, se ha enfilado el porno, y esa es otra idea tan buena como invadir Rusia en invierno.
El Porno. Prohibir el porno. Pero, hombre, con qué se van a entretener los casados y los no casados, los adolescentes, los abueletes que de vez en cuando aún tienen un día bueno (ojo, las chicas también lo ven). Franco prohibió el porno. Corea del Norte prohíbe el porno. Cuba también, y la teocracia iraní. Pero ¿España, la democrática? La cosa es que relacionan la violencia sexual con el porno, un razonamiento de animal de bellota, igual que si vinculamos las películas de Stallone con los tiroteos gringos o los videojuegos de temática militar con las algaradas en los bares o a lady Macbeth saliendo ensangrentada del cuarto del rey Duncan con la violencia de pareja. O mismamente las perniciosas pajillas con que se te caiga el pelo o que tu alma arda en el infierno. Aunque, eso sí, es mucho más fácil criminalizar el falo de Rocco Siffredi que indagar y poner coto a causas estructurales mucho más profundas, como la educación o la pobreza. ¿Hay abusos en la industria del porno? Claro que sí, pero también hay abusos en cualquier otro campo laboral y no te cargas el sector entero.
Las manadas que violan en grupo, las ratas de dos patas que abusan psicológica y físicamente de las mujeres, todo esto existe desde antes de inventarse la rueda. Y continuará existiendo, porque respecto a las salvajadas ya nos habla Tucídides sin pelos en la lengua: «Los hechos del pasado y de los que en el futuro serán iguales o semejantes, de acuerdo con las leyes de la naturaleza humana». En cuanto al porno, en fin, pueden darse una vuelta por Pompeya, y verán las versiones clásicas del gangbang y el bukkake (recuerdo a Picasso cuando le preguntaron qué pensaba de la distinción entre erotismo y pornografía, y su respuesta: «Ah, pero ¿es que hay alguna diferencia?»). Y en referencia a las cortesanas, los griegos las llamaban hetairas. Con todo esto quiero decir que hay una ceguera contemporánea que intenta buscar soluciones para los problemas siempre desde el ángulo equivocado. Buscan lo elíseo y acaban en lo represivo; pretenden la redención y terminan en lo ejemplarizante. Reprimir la fantasía del personal solo lleva a que crucen la frontera francesa para ir a ver 'Emmanuelle'. Querer que se deje de beber, provoca la apertura de bares clandestinos y que se enriquezcan los gánsters. Si a un tío le gusta vestirse de mujer, tenga por seguro que lo hará, donde sea y con las debidas medias de seda. Ni las penas más salvajes del infierno lograrán que la gente deje de darle al manubrio.
En el fondo de todo esto yace solo una cosa: la regla de San Benito, o sea, el control de mentes y cuerpos. El problema es que, como decían en Jurassic Park, «la vida se abre camino». Da igual las leyes que publiques en el Boletín Oficial, dan igual los berridos desde cualquier ministerio. El otro día estuve en Las Ventas, y eso que a mí los toros, ni fu ni fa. Fui porque me invitaron, por pasar la tarde: la corrida en sí no me provocó gran emoción, lo que me apasionó fue el ambiente. Los tendidos rebosaban, y la heterogeneidad de los espectadores resultaba asombrosa. Heavys con cayetanos con guiris con mediopensionistas con fanáticos con plumillas. También había una cantidad sorprendente de rozagante juventud que se iba con sus litronas a ver torear y se pasaban allí unas horas, discoteca incluida a posteriori. Que la Fiesta está en decadencia es otra idea delirante y voluntarista, como el resto de ensoñaciones del sanchismo, que terminará por intentar prohibir los pasos de Semana Santa.
Putrefacción. Los finales siempre se llenan de espasmos putrefactos, de deyecciones mentales. De napolas. De Jemeres Rojos. De tristes. De golpes de pecho y cilicios. De catecismos arbitrarios. Pero, sobre todo, de odio. Hacia uno mismo y hacia los demás. Putrefacción. Y poco más.
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