La entrega de los premios Princesa de Asturias, celebrada la pasada semana con la habitual parafernalia festiva y cultural, ha sido un éxito. Un nuevo éxito, cabría añadir. Por segunda vez, la presencia, con su encanto personal y su aplomo en el saber estar en ... una situación tan comprometida, de la princesa Leonor ha sido definitiva para que el interés que siempre despierta la jornada no decaiga. Nunca me cansaré de repetir que los Premios -con mayúscula- son un orgullo para Asturias y que amortiguan un poco su decaimiento ante las contrariedades económicas y sociales que nuestra tierra viene sufriendo desde hace casi medio siglo. Han sido, sin duda, la mejor y casi única iniciativa que se ha emprendido para intentar mantener vivo al Principado y el recuerdo de su importancia histórica y cultural. Pero todo lo bueno acaba decayendo si no se consigue mantenerlo activo o, si se prefiere, dinamizarlo continuamente. Nunca se puede decir sin riesgo que la cumbre de la perfección ha sido alcanzada ya. Todo es susceptible de mejorar, aunque sea lentamente, si se consigue mantenerlo en un proceso ininterrumpido de evolución positiva. Empezando por la revisión de aquellos aspectos susceptibles de caer en monotonía o conformismo.

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Siguiendo con un grupo de compañeros la retransmisión de la entrega celebrada en el Teatro Campoamor, escuché el comentario de una persona ilustrada y ponderada, que en medio de tantas loas nos sorprendió con una observación que, analizada después, muy bien puede ser una leve alerta a tener en cuenta ante el futuro de los Premios. La frase fue espontánea y sin tono trascendente: «Siempre es lo mismo, visto un año, vistos todos». Evidentemente no es cierto, cambian los premiados, pues más allá de la presencia de la Familia Real, ahora con la incorporación de la Princesa Leonor y la infanta Sofía que centran las atenciones de la gente, los protagonistas son los ganadores. Los premiados son los que dan prestigio y eco a la iniciativa y, por lo tanto, son algo que se vuelve necesario renovar en el nivel más elevado y, siempre que sea posible, que su nombre relevante sea conocido por sus méritos. Los jurados tienen en esto una gran responsabilidad, lo mismo que quienes eligen a sus integrantes. Está claro que una vez constituidos no se puede condicionar su libertad de criterio a la hora de defender a los candidatos y elegirlos. Pero para el futuro de los premios es crucial que los premiados no acaben encerrados en las fronteras regionales o nacionales porque sean más conocidos. Los premios nacieron con vocación y proyección internacional y me temo que, lejos de mejorar en este objetivo, el eco que despiertan fuera ha decaído. Bien es verdad que depende de los nombres de los premiados, por eso es fundamental que la elección sea acertada, pero también es crucial que la institución que los concede mantenga y fomente su prestigio exterior.

Estas reflexiones me llevaron estos días pasados a buscar alguna referencia en la prensa extranjera que acostumbro a seguir -inglesa, norteamericana, francesa, italiana, portuguesa e israelí-, y lamento tener que decir que apenas encontré referencia o mención alguna. Esto no quiere decir gran cosa, hay muchos miles de medios en el mundo que yo no sigo y algunos que probablemente se hicieron eco. Pero quienes tienen la responsabilidad de garantizar la continuidad de los premios -ahora que asume el cargo una nueva y prometedora presidenta-, no deberán olvidarse de que mantener el éxito no es suficiente: quien no avanza, retrocede.

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