Hace un par de meses, el sociólogo Nicholas Christakis dijo aquello de que «superada la pandemia, llegará una ola de hedonismo». Él fue a hablar de su libro, pero la frase eclipsó cualquier referencia a 'La flecha de Apolo', que así se titula la publicación. ... Quizá por eso, y semanas más tarde, el propio autor se mostró arrepentido con la frase. Y es que el personal, en pleno repunte de la tercera ola, y sin una perspectiva clara en la campaña de vacunación, no estaba para muchas alegrías.
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Meses después, con la vacunación avanzando, aunque sea a trompicones, una parte de la ciudadanía, hastiada e ingenua, desea que 'esto termine' para volver a la normalidad, ignorando que esa normalidad no volverá. Otros sectores sociales, incluyendo empresarios, tercer sector o dirigentes regionales y locales, contemplan el futuro con inquietud y desasosiego, seguros de que salimos más débiles. Mientras, y desde hace meses, el Gobierno parece huir del presente, delegando la crisis sanitaria en Europa y las regiones, cubriendo con ERTE crecientemente zombis el fantasma del desempleo masivo y confiando en que la supresión del estado de alarma anime a los turistas británicos, aferrándose a planes visionarios que pagarán los Next Generation, presentados a modo de maná casi inagotable.
En España tenemos una percepción de la democracia más social que liberal. El resultado es la creencia de que el Estado, tal y como reflejan algunas encuestas internacionales, debería intervenir en la economía, ocuparse de nuestras vidas, regulando salarios o creando empleos. La combinación de esa percepción con un más que previsible malestar social postpandémico, hace prever una avalancha de peticiones a nuestras administraciones públicas. Desde la juventud, que ve cómo las estrecheces del mercado laboral convierten su proyecto vital en quimera, a tanta gente de clase media –pequeños empresarios, comerciantes, hosteleros, transportistas, bancarios ...– cuyo proyecto de vida, ya en marcha, ha ido a parar al zaquizamí de los sueños rotos. La gran pregunta es cómo podrá hacer frente un Estado –incluyendo en él a las administraciones regionales y locales– a tales demandas, cuando el déficit y la deuda pública alcanzan registros nunca vistos.
Es cierto que una aceptable campaña veraniega podría aliviar algo la situación. El Reino Unido parece haber estabilizado sus registros de incidencia pandémica en tasas casi orientales. El reto para España es presentar unos indicadores sanitarios razonables a mediados de este mes –quizá por eso el fin del estado de alarma–, justo cuando los británicos decidan a qué países pueden viajar sin restricciones. Más complicado lo tienen los alemanes, rezagados en la vacunación y subidos a una cuarta ola. Todo apunta por tanto a un segundo verano anómalo que el turismo interior no podrá compensar. Quizá en eso Asturias sea excepción, pero solo por la escasa internacionalización de su turismo. Otros motores de la economía nacional, como como un consumo privado o el sector del automóvil, no acaban de recuperar el tono previo a la pandemia, con una demanda en suspenso por la caída de rentas familiares o las incertidumbres regulatorias sobre la movilidad y el uso del coche.
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Y queda, en fin, la gran esperanza del Gobierno, esos fondos Next Generation, 140.000 millones en seis años. Es mucho dinero, un 12% del PIB, que prorrateado añade un 2% anual a nuestra economía. Bien invertido podría impulsar la actividad económica a largo plazo. Pero, malgastado, podría diluirse en la nada. Recuerden aquellos Planes E de 2008-2009, estimados en su día, por el propio gobierno, en 50.000 millones. O nuestros malhadados Fondos Mineros. O esos Fondos Estructurales devueltos.
Son miles las pymes que tienen puestas sus esperanzas en esos Next Generation. Y, desde luego, las grandes empresas, para las que parece diseñado el programa de gasto propuesto. Los indicios apuntan a que buena parte de ese Fondo se empleará en actividad quizá necesaria, pero con escaso impacto como generador de actividad a largo plazo: desde la construcción de infraestructuras para la recarga eléctrica al aislamiento de viviendas, pasando por la enésima modernización de las administraciones. Tal parece como si se quisiera hacer todo al mismo tiempo, en vez de centrase en impulsar sectores económicos clave, innovadores y con futuro. A la tentación de primar lo inmediato, se suma la intervencionista –a la que, como ya apuntamos, tan dados somos los españoles–, la arbitraria o, incluso, la arbitrista: todos esos planes específicos, con una solución a cada problema, en vez de resolver problemas de fondo como la baja productividad y su consecuencia, la estrechez del mercado laboral –principal fuente de desigualdad– o la escasa inversión productiva de España y, no digamos, de Asturias.
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Por si fuera poco, los Next Generation están condicionados a reformas que faciliten la sostenibilidad de nuestras finanzas públicas. Zanahoria y palo. Y seguramente en cantidades equivalentes. Veremos nuevas tasas e impuestos. Y reducción de gasto público. Austeridad, sí. Todo ello supondrá una reforma de nuestro principal rubro de gasto, el estado de bienestar: una reforma en las pensiones que reduzca su coste, destinando ese ahorro a otras prestaciones, como el refuerzo del sistema de salud (prevención de nuevas pandemias, futuras campañas de vacunación) la atención a los mayores o la vivienda; a inversión o, tal vez, a amortizar deuda. Todo apunta a que la combinación de promesas gubernamentales, demandas sociales y finanzas públicas se parecerá a la cuadratura del círculo.
Se nos pide, en fin, una alquimia de notable austeridad pública y privada, a cambio de masiva inversión productiva en sectores clave que asegure el futuro. Ser hormigas y no cigarras. El problema es la pulsión popular y gubernamental a hacer lo contrario. Pero, a poco prudentes que seamos, y la Unión vigilará que lo seamos, la nueva normalidad podría ser esperanzadora, pero no brillante ni propicia para el hedonismo y el despendole. Si acaso, para echar unos prudentes culinos en una terraza; emplear algunos ahorrillos, los que puedan, en algún capricho o inversión y, los más afortunados, comprarse una casa con jardín por lo que pueda venir. Lo contrario será pan para hoy y hambre para mañana.
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