Nuestras vidas están llenas de contradicciones que suelen evidenciarse con el paso de los años. Y cuento, a propósito, como es evidente, de la decisión de suprimir los festejos taurinos en El Bibio, que, como saben las personas que me son próximas, alguna muy aficionada ... a la lidia, yo soy un profundo amante de los animales. Por tanto, el sufrimiento del toro me importa más que la vistosidad, la tradición o el propósito, a veces muy depurado, de hacer arte de ese espectáculo. Pero debo confesar, justo en concordancia con esos comportamientos vitales opuestos, que uno de mis primeros deseos, siendo muy niño, fue tener un traje de luces. Y como la escasez era moneda corriente en muchas familias, ya no digo en la mía, mi abuela materna se las ingenió para, con las lentejuelas de un antiguo juguete de mi hermana y el fieltro verdoso de una vieja tapicería, hacerme una vestimenta de torero, que complementó, en una desaparecida tienda de souvenirs, con una montera infantil y algo similar a una capa. Espada no acompañaba a tan ingeniosa fabricación porque, aunque alguna de plástico tuve de niño, mi familia no quería, supongo, que yo intentara emular la última suerte con otros menores o algún animal de compañía del vecindario.
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Al margen de esta anécdota intrascendente, nuevamente se abre la polémica de toros, sí; toros, no. Y las críticas, previsibles, a la decisión de la alcaldesa de Gijón o a la mayoría política que la sustenta. Yo estuve en el ruedo de la valiosa plaza gijonesa en dos actos políticos hace cerca de veinte años y mis recuerdos tienen poco que ver con la tauromaquia. Al margen de la polémica, que no sé cuánto durará, el tema no es nuevo y, particularmente, creo que los municipios, por importantes que sean, o incluso las comunidades Autónomas, son microcosmos para autoproclamarse defensores de tal valor o enemigos de tal desdoro. Reconozco que, por desgracia, declarar o poner un rótulo en una localidad manifestando que la misma es contraria al racismo, la homofobia, el machismo, la violencia y demás lacras, no sirve de mucho. Y la cruel estadística así lo demuestra. Las movilizaciones aun pueden servir de toque en las conciencias relajadas, pero los letreros y la palabrería son frenos muy poco eficaces. No hace mucho, un conocido me contaba, quizá exagerando, que nunca había visto más animales callejeros que en una villa que proclamaba visualmente la interdicción del abandono de perros y gatos.
Repito, volviendo a los toros, que este debate que ya vimos en Canarias, Cataluña y mil territorios más, debería hacerse a otra escala. Máxime en un espectáculo que salta los Pirineos y el Atlántico y que tiene sus peculiaridades en el otro país peninsular. Porque tiene poco sentido -aunque no sea el caso de Asturias-, que Ayuntamientos de términos limítrofes tuvieran distinto criterio. Si eso es la autonomía municipal, apaga y vámonos. El revuelo montado con la novillada de Cangas de Onís también debería servirnos de reflexión al respecto.
Allí donde se proscriben las corridas, siempre se dice por la Corporación que lo decide o los colectivos que lo instan, que el coso, a poder ser cubierto, debe convertirse en un recinto multiusos o para conciertos, como acaba de indicar doña Ana González. De ahí que, para conservar algo parecido a la nomenclatura centenaria, debamos hablar en el futuro de plazas de coros (y danzas) o, si se usan para congresos y reuniones, plazas de foros. En Oviedo, donde la edificación proyectada por el gran Juan Miguel de la Guardia es, desde hace lustros, una ruina, a la espera de que, con el permiso de Cultura, el Ayuntamiento reconstruya fachada y gradas, podríamos hablar de plaza de poros, dados los muchos agujeros de la fachada; alguno aún heredero de balazos, porque el equipamiento sufrió todo tipo de calamidades.
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¿Toros en Asturias? ¿Comunidad destaurinizada? Creo que la cuestión, por encima de mi propio alejamiento de ese mundo, merece una reflexión más amplia y nunca localista. No debiera ser, como está siendo, un punto sustancial en programas electorales ni de decisiones en caliente. Mandar por decreto los toros al corral puede suponer, si no hay un mínimo consenso, una suelta indiscriminada con otra mayoría. ¡Qué pena que el diálogo sea tan difícil!
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