A medida que me voy haciendo viejo, cojo manías inexplicables. Una de las más recientes y viscerales es huir de los contenidos que se anuncian con gran misterio, como si hubieran conseguido llegar hasta nosotros tras burlar extraños y colosales obstáculos: ¡El libro que no ... quieren que leas! ¡Las imágenes que no quieren que veas! Me molesta que no me aclaren qué tipos son esos que se oponen tan visceralmente a que yo lea algo, sobre todo cuando, pongamos por caso, ese libro está en todas las librerías, en estanterías preeminentes y con fajines rojos llenos de comentarios elogiosos. Franco se daba más maña con la censura y no digamos Xi Jinping, el formidable chino capador.
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El otro día pasé media hora en Twitter y me sorprendí de la cantidad de gente que estaba en el secreto de las cosas y conocía las fuerzas subterráneas que mueven el mundo, lo mismo da en Palestina que en Ucrania o en Ferraz. Esto ya lo vimos durante la pandemia: con veinte minutillos en Youtube uno podía enterarse de todas las verdades que ellos (¡otra vez ellos!) no querían que supiéramos. Lo que nunca me quedaba claro es quiénes eran ellos: ¿los poderosos? ¿qué poderosos? ¿Amancio Ortega quizá? ¿los anarcocapitalistas? ¿los illuminati? ¿las farmacéuticas? ¿los neocomunistas? ¿los socios del Getafe CF? ¿el madridismo sociológico? ¿Bill Gates?
Hasta que logremos definir de una vez por todas quiénes son los malos, este próximo año solo voy a ver 'Las recetas de Julie' y 'Forjado a fuego', programas televisivos que lamentablemente no están en la pomada, pero que al menos me aseguran digestiones placenteras y asombros metalúrgicos.
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