No se rían ustedes del dolor de los Pujol. Es gente muy sensible y espiritual, que lo está pasando mal porque ve cómo su país lleva décadas siendo colonizado por los pobres y eso es a todas luces un retroceso
El pobre Jordi Pujol se lamentaba hace una semana de que la inmigración estaba dejando a los catalanes catalanes, los catalanes fetén, en minoría. Es la suya una pena muy grande, muy profunda, que ni siquiera los milloncejos esos que guarda en Andorra alcanzan a ... paliar. A la familia Pujol, en realidad, esa invasión silenciosa le viene preocupando desde hace mucho. Ya nos lo advertía su esposa, la señora Ferrusola: «Las ayudas sociales son para gente que no sabe lo que es Cataluña. Mi marido está harto de darles viviendas», se quejaba hace unos años, cuando su Jordi aún mandaba. A doña Marta le molestaba que hiciesen mezquitas tipos que apenas sabían hablar catalán. Empiezas tolerando a los charnegos con su flamenquito y acabas así, llamando a la oración desde los minaretes.
No se rían ustedes del dolor de los Pujol. Es gente muy sensible y espiritual, que lo está pasando mal porque ve cómo su país lleva décadas siendo colonizado por los pobres y eso es a todas luces un retroceso. ¡Si por lo menos fueran daneses o noruegos! Dan ganas de pedir el ingreso de Cataluña en el imperio británico para que los colonos sean como dios manda: con su tez blanca, sus vistosos uniformes y su té de las cinco. Los Pujol temen que la milenaria nación catalana, surgida, como todo el mundo sabe, apenas dos segundos después del Big Bang, pierda con todo este mestizaje sus hechos diferenciales. Es intolerable que lleguen inmigrantes que no sepan ni hablar el idioma vernáculo ni bailar sardanas. Incluso es posible (¡horror!) que acabe viniendo chusma que no comprenda conceptos tan catalanes como el 3 por ciento, auténtico cemento de la nación.
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