Viajar en Semana Santa resulta muy recomendable porque le da a uno ocasión de renovar su escepticismo sobre la especie humana. Es esta una enseñanza valiosísima. El truco de todos los populismos consiste en narrar el mundo como un cuentecillo de candorosas princesas contra malvados ... dragones, pero basta con guardar una hora de cola para entrar en la catedral de Santiago para caer en la cuenta de que princesas quedamos pocas, y las pocas que quedamos no somos de fiar.
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Si un extraterrestre se guiase por lo que lee en Twitter, creería que nuestro planeta está habitado por severísimos catedráticos de ética, aunque si contemplase durante unos minutos una fila kilométrica descubriría con cierta sorpresa cómo a la mínima que pueden muchos se cuelan, a veces con la familia a cuestas, poniendo cara de a mí que me registren. Me los imagino minutos después quejándose amargamente de los políticos, de los impuestos, de Ana Obregón, de Irene Montero, de las leyes o del capitalismo, según las neuras de cada cual.
La catedral de Santiago es un monumento más contemporáneo que medieval: uno aún puede recorrer gratis sus naves, pero debe pagar para ver el Pórtico de la Gloria, separado por unas vallas del resto de la iglesia y convertido de pronto en la sala VIP de una discoteca, más en la línea de C. Tangana que en la del maestro Mateo. Lo bueno es que no hace falta ser perito en arte románico para admirar el espectáculo. Sólo hay que sentarse en un banquito y contemplar a la gente sacándose selfis, haciendo videollamadas, grabando vídeos, hablando a gritos, revelando ruidosamente, en fin, que el mundo son ellos y lo demás, paisaje.
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