Si ustedes viven en una población a la que llega puntualmente el AVE, quizá no comprendan mi asombro y mi envidia al ver a Kim Jong-un viajar en tren, tan orondo y sonriente. Es el de Kim un ferrocarril pintado de verde y diseñado ... a la antigua, como de posguerra, aunque los cronistas nos puntualicen que por dentro esconde insólitos refinamientos orientales. El tren de Kim viaja a 60 kilómetros hora, como el de Extremadura o el de La Rioja, pero los ingenieros lo atribuyen al formidable peso de su blindaje y el último regional que yo tomé no parecía tener chapas de titanio ni contrafuertes de acero y su máximo refinamiento era una papelera metálica con restos de chicle.

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Lo bueno de ser un dictador es que uno puede de pronto inventarse la línea férrea Pyongyang-Vladivostok, con ese bonito nombre de etapa ciclista rompepiernas. En este caso, además, la etapa finalizaba en alto, con una cumbre entre Kim Jong-un y Vladímir Putin en la que ambos líderes resolvieron unir sus fuerzas en contra del imperialismo, entendiendo por imperialismo la inexplicable tozudez de no dejarse invadir.

Las conversaciones entre Putin y Kim tienen que ser interesantes y aleccionadoras. Son dos tipos muy preparados, sobre todo en materia de reacciones químicas, aunque el ruso prefiera el polonio disuelto en infusiones y el coreano abogue por el empleo de agujas envenenadas en aeropuertos internacionales. Me los imagino discutiendo con gran prosopopeya sobre los mejores métodos de ejecución y llamando de vez en cuando al servicio técnico de Telefónica para consultarle dudas al príncipe Bin Salman, que de esto sabe lo suyo.

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