De niño me gustaba mirar al cielo en las noches estrelladas, seguramente porque encontraba poco halagüeño lo que veía donde pisaba. No había más luces que las del firmamento y si acaso aquellas tan lejanas de Tineo, donde se habían juntado los villanos en una ... ladera huyendo de los mugidos y el olor del estiércol. Desde aquella habitación húmeda me sentía de noche como un prisionero que limitaba en la lejanía con aquellas luces del concejo vecino y por arriba con las estrellas. Por el día ya tenía en proximidad la vista del paredón del cementerio y más al fondo la fana de Siñestaza, donde, según contaba mi abuela, el monte estaba desgajado por haber arrastrado allí el diablo a su madre.
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Puede que aquel deseo de niño, de querer escaparme hacia las estrellas, haya quedado como rescoldo para aficionarme a las cumbres. El mundo me sigue pareciendo hostil, pero me confortaba hasta hace poco observándolo hacia abajo, desde los dos mil metros. En el silencio de las cumbres parece como si uno se hubiera despegado de las ataduras de la vida, y lo que uno ve con los ojos o con la imaginación son puntitos que se mueven con la prisa de las hormigas. En el descenso, cuando suena el primer ruido de un motor o se comienza a oler la gasolina, decimos con cara de desencanto que hemos llegado a la civilización. La verdad, tampoco esperaba desde aquella triste habitación de niño que la civilización fuese, al topármela, el cuento de ruido y furia contado por un loco. Sobre todo cuando los montes se tornan más pendientes y las cumbres más lejanas. Llegó la época de la renuncia, por aquello de que a la fuerza ahorcan.
Me permiten unos parientes ocupar el apartamento desde el que veo en frente el pico Toneo, a donde subí hace años de noche para observar las Perseidas. También, además de las estrellas, puntitos luminosos que orbitan y luces que parpadean en los aviones. Y si miro a la derecha encuentro la cumbre puntiaguda del pico Torres, al que subí una tarde con esos proyectos que se fraguan en el mal de altura, entre la melancolía, la belleza y la autodestrucción. Ver ponerse el sol desde la cumbre, la aparición paulatina de las luces en la lejanía y el encenderse una tras otra las estrellas hasta inundar el firmamento. Me sentía bien tumbado en aquella altura en una noche tibia. Pero luego había que descender alumbrando con la linterna, lo que no es nada fácil. Hasta que el sendero se convierte en camino sacramental y el apartamento en ese regazo tierno que me faltó de niño.
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