En los llamados 'Cuadernos robados', un diario en el que Manuel Azaña iba dejando las impresiones de los primeros años de la República, anotaba el día de 1933 en que acudió al teatro, al que era muy aficionado, que como aperitivo del espectáculo actuaban «los ... chicos de La Barraca» representando un entremés. El político hace la siguiente observación: «Solo saben disfrazarse, no son profesionales. Pero son protegidos de Fernando». La crítica no puede ser más contundente: ni siquiera dice que sean buenos o malos, sino simplemente que no son nada. Pero la coda queda expresada en que son protegidos de Fernando de los Ríos, el entonces ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, confeso amigo de Azaña. En realidad, el 'protegido' era Federico García Lorca, que además de ser ambos granadinos, Lorca y de los Ríos, tenían vínculos familiares. Digamos que García Lorca era entonces un gran conseguidor. Y buceando en lo que escribió Ian Gibson sobre Buñuel y Dalí, no es extraño que estos dos genios se acercaran al poeta andaluz más por conveniencia que por afecto. Por lo que se sabe, ni el cineasta ni el pintor eran tipos dotados de muchos escrúpulos.

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Azaña y de los Ríos, uno presidente del Consejo y el otro ministro de Instrucción Pública, eran las dos personas más odiadas por la derecha, en razón de la reforma de la enseñanza en 1932, que retiró a los religiosos de los colegios y expulsó de España a los jesuitas. Es frecuente que los vengadores y asesinos si no acceden a quien buscan se ensañen con aquellos a los que el buscado ama o protege. Lo tenía claro Michael Corleone, cuando le advierte a su sobrino: «Deja en paz a mi hija, porque cuando vienen, vienen a por lo que más quieres». Y, efectivamente, los mafiosos vinieron y mataron a la hija de Corleone. Y a García Lorca fue a buscarlo un cabecilla de la CEDA, a quien no le importó que estuviera en casa del jefe de Falange. No mataron a un político, que Lorca no lo era: mataron para hacer daño a otros, y a muchos todavía nos duele.

Pasaron ya muchos años desde aquella muerte imputable que le ocurrió en Granada al poeta y dramaturgo que leímos, admiramos y hasta representamos. Aprendimos algunos versos para llevarlos como un relicario en el alma. Malditos justicieros, que salen de las tinieblas como ese Tomás Nevinson de la última novela de Javier Marías, que mata por encargo. No sabemos por encargo de quién ha muerto el mejor novelista de este siglo.

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