La anécdota ha sido reconocida por sus protagonistas: a un Mick Jagger con varias copas de más no se le ocurrió nada mejor aquella noche que ir a despertar a Charlie Watts a su habitación del hotel, al grito de «mi pequeño batería». La reacción ... de Watts fue contundente y el histriónico cantante no acabó en el hospital de milagro. «Que sea la última vez que me llamas así».

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Y es que los baterías de rock, pese a su habitual y hasta literal (en el escenario siempre están detrás) segundo plano, también suelen tener bastante mala leche. Y aunque a menudo su papel en la composición de las canciones sea poco menos que irrelevante, otra cosa es su indudable protagonismo en el estilo y la cohesión del grupo. Mucho se ha hablado, y es cierto, del papel de Watts y su forma de aporrear los tambores como una de las principales señas de identidad de ese sucio sonido que hace a los Stones inconfundibles.

Y claro, era, junto a Jagger y Richards, el único que estaba en el grupo desde el primer disco. Un miembro más que querido entre la parroquia Stones: solo había que ver las largas ovaciones que el respetable le regalaba en los conciertos, que él acogía con una ligera sonrisa, entre tímido y sorprendido.

Watts tampoco formó parte nunca del lado salvaje del rock y apenas se le conocen escándalos, al contrario que al resto de la pandilla. Su triste pérdida tal vez suponga un punto de inflexión en la carrera del grupo. Hace 25 años, cuando actuaron en Gijón, ya se les preguntaba a menudo por el retiro, y hoy en día cada vez resulta más surrealista ver a estos simpáticos octogenarios bajo los focos y oropeles del gran circo del rock and roll. Ni siquiera los pactos con el diablo son para siempre.

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