Al hilo de la arrolladora victoria de la señora Ayuso en Madrid, han corrido riadas de teras. Pero quizá los énfasis, para alabar o denostar, se han centrado en exceso sobre la gestión de la pandemia y esas tabernas abiertas que, a juicio de algunos ... sardónicos denostadores, constituyen el epítome de la libertad.

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Y, sin embargo, creo que el éxito ayusista tiene motivaciones más profundas. No es casual que sea la derecha política la que, por vez primera en España, asuma la bandera de la libertad. Hay fenómenos que resultan casi indetectables en las encuestas o el 'big data' de redes sociales. Y no tanto por la espiral de silencio, sino porque nadie pregunta por ellos, asumiendo erróneamente que tiene a la mayoría tras de sí.

Son muchos los españoles que se sienten incómodos con algunos arbitrios culturales que, sospechan, no son tanto una consecuencia de la evolución tecnológica, de la evolución social o de nuevas corrientes de pensamiento, como una imposición, casi a empujones, de élites que, en realidad, representan a pocos. Imposiciones morales, que con frecuencia no admiten discusión y que, como tales, amenazan no tanto a las grandes libertades recogidas como derechos fundamentales -expresión, reunión, sufragio, ...-, como a esas otras, cotidianas, que disfrutamos a diario, casi usos y costumbres, y que afectan a ocios y negocios, a la convivencia familiar y amical, en oficinas o talleres, en los supermercados o en la tienda de la esquina. Incluso en las redes sociales.

Por ejemplo, la libertad para desplazarse donde se quiera y cómo se quiera. Más allá de restricciones sindémicas, muchos compatriotas intuyen que la movilidad y, sobre todo, la movilidad en automóvil, esa que, hasta hace cuatro días, se valoraba como un paso adelante en el progreso hacia la independencia y la libertad personales, va a restringirse en favor de la causa ambiental. No se impedirá desplazarse. Pero será más caro. Los 'egg-head' de los gabinetes de estudio y prospectiva de España, de la UE, de Davos... nos están diseñando un futuro a pilas. Futuro que, a fecha de hoy, es incómodo y caro, diseñado para acomodados a quienes se subvencionará la compra de su vehículo. El encarecimiento de la movilidad por carretera -que ya se anuncia en forma de tasas por su uso, de impuestos a los combustibles, de restricciones a la velocidad- afectará a esos findes en el pueblo o de hotel rural; a esa ruta gastronómica o, simplemente, y para alguien que viva en Boal o en Los Oscos, a ese viaje semanal para bajar al mercado de Navia o Vegadeo o para quien, desde Oviedo, trabaje en Silvota. Desplazamientos poco propicios al transporte público, bien por el simple planteamiento del viaje o por mera incomparecencia. La legislación ya contempla la extinción del automóvil de combustión en unos años. Es, probablemente, la primera vez en la historia que se propone la eliminación de sectores estratégicos de la industria española y europea sin tener preparadas tecnologías propias que los sustituyan ventajosamente.

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O la de comer lo que apetezca. No es ya la temida prohibición del médico por un colesterol o tensión fuera de parámetros. Se trata de la creciente sanción social por comer animales o alimentos producidos en tierras lejanas, porque atentan no ya contra la salud sino también al medioambiente, por su huella ecológica, a supuestos derechos animales o a la justicia social. Súbitamente, algo minoritario y casi juvenil pasa a ser arbitrio social. Y adquiere cierta oficialidad tras las declaraciones de la directora de la Cátedra de Transformación Social Competitiva, más conocida por ser esposa del presidente del Gobierno, afirmando que los hosteleros deben transformase en «educadores de comida sana». Todo ello en un país donde para amplias capaz sociales la alimentación era, cuando no es, si no de subsistencia, sí muy poco variada. Y donde, por lo general, la comida abundante es aún sinónimo de fiesta y bienestar.

Muchas veces surge la incomodidad en una simple conversación. No se trata de la libertad de expresión en su sentido fundamental, del derecho a exponer ideas en público, que también. Se trata de poder expresarse con libertad y siempre, claro, con respeto, en el ámbito familiar o amical, en la academia o en el trabajo. Pero se proponen, cuando no imponen, desde el poder, formas de hablar que resultan, cuando menos, chocantes. Es el uso del llamado lenguaje inclusivo, que politiza la lengua y proscribe figuras como el género no marcado, en vez de incidir en la búsqueda efectiva de la igualdad. Esos 'todos, todas y todes', que pervierten el principio de la economía lingüística, complicando lo que siempre se resolvió con un 'señoras y señores'. Pero es que, además, y quizá por efecto de las redes sociales, que han barrido el lenguaje no verbal, se está perdiendo el recurso a la ironía que, cada vez más, y sobre todo por los más jóvenes, resulta incomprensible, interpretándose literalmente. Fenómeno que se multiplica con la creciente ratio de adoctrinamiento en las aulas, en detrimento del conocimiento. Por cierto, ojo con la posible oficialidad de ese bable estándar, tan alejado del hablar cotidiano de la inmensa mayoría de los asturianos, esencialmente castellano o en diverso grado, eso a lo que se designa, con cierto desdén, 'amestao'.

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Podríamos hablar, en fin, de la libertad para expresar ideas al margen del canon cultural que se quiere imponer, por ejemplo, a la interpretación de nuestra historia. Simplificando hasta la zafiedad no ya esa historia, sino circunstancias personales extremadamente complejas. Episodios como el padecido por alguien tan moderado como el escritor Andrés Trapiello, a quien desde el partido gobernante se reprochó su 'revisionismo', claman al cielo.

Buena parte de la sociedad acepta cambios graduales, 'naturales', bien legitimados. Pero no tanto restricciones, dogmas e imposiciones culturales y morales, que se pretenden indiscutibles y aparentemente arbitrarias, por ciertas élites desconectadas de la realidad cotidiana. Sobre todo cuando afectan a esas pequeñas libertades, no codificadas; casi usos y costumbres que la mayoría, en España, disfruta. La paradoja es que muchas de esas restricciones se imponen en nombre de objetivos plausibles o incluso de 'derechos' o 'emergencias' que, pudiendo ser razonables, la mayoría no percibe tan urgentes, a fecha de hoy, como para legitimar ese incómodo intervencionismo en la vida cotidiana.

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Por eso, cuando alguien, no sin cierto populismo, alza la voz reivindicando la libertad, casi transgresión, de comer un chuletón, triunfa.

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