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Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre la nueva realidad a la que se ha visto abocada Europa tras la ignominia que infligieron ... presidente y vicepresidente de los EE UU al presidente de Ucrania en la visita de este a la Casa Blanca de hace unos cuantos días. Todo parecía –o quizá mejor estaba– urdido para escenificar una performance, al más puro estilo americano, ante las cómplices cámaras de televisión y ante el mundo. Tenía que quedar muy claro quién manda en el planeta y que los valores de libertad y democracia que antes compartíamos Europa y los EE UU ya no son una prioridad para estos; que el negocio es lo primero, que el mundo ha cambiado y que el invasor es el bueno y el invadido el malo.
Pues mientras contemplaba la escena sin salir de mi asombro, me vinieron a la mente tantos esfuerzos como hicimos los europeos, a lo largo de la historia, para preservar nuestra libertad frente a diferentes invasores, casi siempre de oriente. Me acordé, entre otras hazañas europeas, de los griegos y de su lucha contra el persa, resuelta en las famosas batallas de Maratón, Salamina y Platea; también de la invasión musulmana y de la duradera guerra que los herederos hispanos del Imperio Romano libraron para recuperarla; también vino a mi cabeza Lepanto, donde Europa, liderada por el imperio español, se libró para siempre de la opresión del Imperio Otomano; y, en fin, por no abundar más en los entresijos de la historia e irme a lo más reciente, me acordé de las dos guerras mundiales, de la guerra del Golfo, de los atentados de las Torres Gemelas y de Madrid, y sus consecuencias… Todas esas luchas tuvieron un denominador común: la defensa de la libertad y de unos principios morales que compartíamos, mutatis mutandis, todos los pueblos que nos llamamos «occidente».
La historia parece a veces repetirse, cuando menos te lo esperas: de nuevo un conquistador ha penetrado en la Europa libre, a través de Ucrania, con clara intención expansionista. Pero cuando creíamos que la heroica resistencia de este país podía convertirlo, con ayuda de aquel mismo occidente, en una nueva Atenas capaz de rechazar al enemigo ruso, un insólito e inesperado vuelco de los acontecimientos nos descubre que el peligro no llega solo de oriente y de su sátrapa ruso, sino también de occidente, donde ha nacido otro sátrapa con aires de matón justiciero que no solo no entiende ni defiende los sacrificios hechos por su propio pueblo, sino que los traiciona a él y a cuantos lucharon y murieron por aquellos principios morales, y que impone a ucranianos, europeos y mundo en general las reglas (sus reglas) de un nuevo orden, que es el del más fuerte, como en la Edad Media. ¡Y exigía gratitud al invadido por la ayuda recibida, como si no fuera él beneficiario de esa ayuda y de una historia, forjada en Europa, a la que debe todo su poder, y como si Ucrania estuviera luchando solo por sí misma, y no por la libertad de todos! Él debería estar agradecido al mundo por sentarse en ese trono y, en particular, a Ucrania, por derramar su sangre por occidente. El antaño «amigo americano» ha decidido traicionar nuestra común historia y buscar negocio a costa de lo que sea, incluida nuestra libertad.
Europa está obligada a resistir y plantar cara a ambos. El problema es que, ingenua y confiada, mientras quienes se creen los nuevos amos se sientan a negociar sobre lo ajeno para repartirse botines y tierras raras sin contar con sus legítimos propietarios, la Unión se despereza y se encuentra como aquella cigarra despreocupada de Esopo que cantaba sin pensar en el invierno; porque, por muy unidos que estemos, por muy democráticos que seamos, por mucho que compartamos valores, por mucho que no tengamos fronteras e incluso algunos tengamos una misma moneda, y por muchas instituciones que fundemos, nos falta mucho para ser una verdadera nación: entre otras cosas, una constitución, una justicia única, una política fiscal conjunta, un sistema educativo común, una estructura de seguridad y defensa propia y, por supuesto, un ejército; y, lo que es peor, nos falta un auténtico líder que, imponiéndose a particulares intereses nacionales, haga frente a esta inesperada situación: Europa es ahora mismo un pollo sin cabeza o, mejor dicho, un corral de muchos pollos sin cabeza, donde cada cual, antes que nada, mira por mantener lo que tiene. Lo más triste es que ese liderazgo quiere ejercerlo ahora el país que, por propia voluntad, se fue de Europa.
Nos daremos prisa en diseñar un plan para tratar de blindar a Ucrania, hacernos temibles por nuestras armas, frenar a Rusia y contener el furor comercial de los EE. UU. Seguro que ese plan nos saldrá bien, aunque será carísimo; quizá, con suerte, nos sirva para aprender a no confiar en falsos amigos y a prevenir y afrontar escenarios futuros: a este, desde luego, llega tarde.
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