La muerte de María Kodama, la viuda de Jorge Luis Borges, contemplada desde el prisma del tiempo, supone un baile de cifras que parece casi imposible. Es un autor que nació en el último año del siglo XIX y atraviesa el veinte, el propiamente suyo, ... para asomarse al XXI, en esa manera de permanecer 'vivo' que tiene la presencia de una persona que, de alguna forma, lo representaba y que ha llegado a una edad notable, como son los 86 años. Con sus cabellos blancos que, sin embargo, no la envejecían, sino que le daban un cierto aire hippy, se convirtió en un 'enfant terrible' para casi todos en lo que ella consideraba la legitima defensa de legado borgiano.

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Porque un escritor muerto es un autor que ha dejado de tener voz propia y por mucho que dejase clara su cosmovisión del mundo, el carácter de su obra y escritura, siempre surgirán interpretaciones, en particular de quienes se presentan como sus herederos, en uno u otro sentido. Y es ahí donde viene surgiendo una figura clave: la viuda. En general hay pocos viudos, al menos que asuman tal representación. Las viudas han sido a menudo acusadas de monopolizar la obra del autor, de primar el aspecto económico cuando este existe, incluso de manipulación de sus escritos. Y María Kodama ha sido una de las más destacadas y críticas en este sentido. Porque cuando el autor desaparece, especialmente cuando tiene la fama de un Borges, siempre hay poderes que tratan de hacerse con su nombre. En el caso de Borges, mientras vivió tuvo una legión de admiradores y lectores, de amigos influyentes y poderosos, pero también suscitó envidias y celos, hirió y fue zaherido, atacó y descalificó al mismo tiempo que fue atacado... Sus posicionamientos políticos aún hoy generan dudas y controversias. Desde luego María Kodama no asumía una herencia fácil, por más que esta la colocase en un destacado papel.

Y eso que su relación con Borges parece casi una predestinación; a los cinco años ya leía sus poemas, a los dieciséis se encontró con él cuando salía de una librería y, desde entonces, estuvieron juntos, aun cuando el escritor tuviese otra relación. Porque la distancia de los años fue cercanía en otros sentidos, como su admiración por Islandia, sobre la cual giraron los estudios de ella y donde se casarían, en una boda celebrada por un sacerdote pagano poco antes de la muerte del escritor; Borges llegaría a decir que ella era sus ojos cuando la enfermedad fue segando la visión de los mismos. Porque como es costumbre, Kodama dejó a un lado su propia escritura, al menos hasta que él ya no estuvo. Luego sí, se asomaría tímidamente como autora, en particular como autora de relatos. En uno de ellos deja algo tan interesante como esto: «No sabía cuántas horas había permanecido allí. Ante la inmortalidad que lo rodeaba, el tiempo era un detalle. La arena blanca, las piedras, se extendían infinitas y el mar, a sus espaldas, infinito. Sólo el cielo marcaba su carácter mortal: lo obligaba a recordar. Era el atardecer».

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