El viaje como iniciación. Son cuatro palabras, una frase y toda una predisposición que suena antigua, como si se hubiese perdido. Y es posible que sea así; salvo alguna excepción el viaje moderno no representa ningún punto iniciático, extrañamente se convierte en hecho fundacional. Los ... viajes modernos están perfectamente programados y sus rutas conocidas, así como el destino, tenemos además una sobreinformación del lugar al que vamos. Todo está repleto de seguridades y cosas conocidas, incluso cuando lleva el apellido de aventura o es un punto muy lejano con el que sin embargo podremos comunicarnos.

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Punta Cana, Playa Bávaro, Cancún, Zanzíbar, Venecia, Ibiza, Sal, Puerto Banús, Saly, Benidorm... Son nombres conocidos que aparecen en los folletos turísticos e iluminan los escaparates de las agencias de viaje, pero de tan conocidos, convertidos en 'destinos', han ido vaciándose como entidades propias, bien convertidos en parques temáticos donde llegan a crear una imagen como palimpsestos de sí mismos, o convertidos en una paradoja existencial, siempre al servicio de aumentar la masa turística que los visita y, así, ser territorios rentables. Eso ha supuesto, de una u otra manera en cada caso, una mutación: «Si un lugar puede definirse como lugar de identidad relacional e histórico, un espacio no puede definirse ni como espacio de identidad, ni como relacional. Ni como histórico, definirá el no-lugar», señala el antropólogo Marc Aug.

Desde que el turismo empezó a estar al alcance de más clases y sectores sociales que la burguesía, que era quien lo practicaba (y algunos aventureros), ha ido conquistando un papel protagonista en la economía mundial. Así, ocupa el tercer puesto por nivel de exportación, tan solo por detrás de productos químicos y combustibles, y por delante de automoción y alimentación.

Creo que no hay país, territorio, gobierno, sociedad... que no aspire a tener turismo, en mayor o menor medida, como quien desea la gallina de los huevos de oro. En la costa o en el interior, con uno u otro paisaje y clima, todo para ofrecer algún tipo de turismo, ya sea el rural, o hasta el arqueológico de zonas industriales abandonadas. Y es curioso cómo zonas en declive económico tratan de agarrarse a esa posibilidad paradójica, como quien compra lotería esperando que le toque para hacer frente a las deudas. La cuestión parece una ecuación sencilla, unos cientos o miles de ciudadanos visitan temporalmente un territorio y se dedican esencialmente a gastar dinero, en general muy por encima de quienes habitan en el lugar. Y la lógica del mercado empieza a funcionar y lo hace todo más complejo. Por un lado, no cualquier territorio sirve para un turismo masivo, en general la costa, las playas, el clima benigno se imponen mayoritariamente. Por otro lado el capital concentra beneficios y especula, agrupa zonas turísticas, crea algunos de los sitios que he citado, y desarrolla el 'marketing' del glamour: «Es que esto es Ibiza», justificaba alguien que una entrada a alguno de los famosos clubes pudiese estar por encima de los cien euros y que cualquier consumición pudiese valer tres o cuatro veces más que en otra parte. La masificación turística no ha sido un producto de la casualidad, sino una intervención de los mercados en busca del máximo y más rápido beneficio. Porque tal y como se desarrolla la industria turística, la mayoría está en manos de multinacionales, que comparten beneficios con algunos agentes del país o territorio. La estructura social favorece una mano de obra eventual, no muy bien pagada y en general con malas condiciones laborales. Además hay un dato concreto y revelador: si bien es cierto que el turismo produce trabajo y el ingreso de un dinero muy necesario en algunas zonas y para algunas gentes, ningún país pobre o subdesarrollado donde el turismo sea importante ha dejado de ser pobre o subdesarrollado. Sólo tenemos que mirar el marco nacional, que Canarias no está precisamente entre las comunidades con mayor nivel de vida.

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Por otra parte, si el viaje era una forma de conocimiento, de experiencias vitales que podían modificar o cambiar nuestras percepciones o la propia vida, el turismo es un traslado de un lugar planificado a otro lugar planificado, aunque sea de otra forma, e incluso de 'liberación' que deriva en el llamado turismo borrachera. Un turismo que no rompe los esquemas básicos en que se desarrolla la vida común del ciudadano: la lucha por los espacios. La lucha por unos centímetros de arena en playas abarrotadas, por una mesa en un restaurante o hacer cola de madrugada para entrar en alguna discoteca.

El papel mayoritario del turista lo define así Clara Alonso, autora de 'El no lugar vs el espacio turístico': «En el sentido relacional, el espacio turístico muestra el mejor ejemplo de no lugar porque en él el turista no crea ninguna relación trascendental. (...) Con frecuencia el turista desconoce el orden social, cultural y urbano del lugar que visita».

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Así, se da la paradoja que quien ha estado en Punta Cana no conozca en realidad la República Dominicana, quien ha estado en el complejo turístico de Saly no conozca Senegal, quien ha estado en los hoteles de Sal no conozca Cabo Verde, quien ha estado en Cancún no conoce México, o quien ha recorrido los clubes y macrodiscotecas de Ibiza, no conoce las Pitiusas.... Como dice Marc Aug: «Viajar, sí hay que viajar, habría que viajar, pero sobre todo no hacer turismo. Esas agencias que cuadriculan la tierra, que la dividen en recorridos, estadías, en clubes cuidadosamente preservados de toda proximidad abusiva, que han hecho de la naturaleza un producto, así como otros quisieran hacer un producto de la literatura y el arte».

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