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La fotografía de un fuego inquisitorial al que se arrojan aquellos libros que molestan al poder dominante, ha sido una de las más poderosas representaciones de lo que es la barbarie. Pues como decía María Zambrano, «el libro de por sí es un ser viviente, ... dotado de alma, de vibración, de peso, número, sonido. Su presencia se acusa ya antes de verle entrar, llama a la puerta, simplemente, de una casa donde haya libros leídos, pensados, vividos». Pero como viene sucediendo en los últimos tiempos, en particular con el avance de su reproductividad técnica, se produce la paradoja de que aquello que podría suponer mayor libertad y democratización, se ha convertido en mayor poder y control para la élite dominante. Tan cruel y devastador como el fuego, pero blanqueado y con un rostro amable: se llama el imperio del mercado. Un mercado que por mucho que algunos lo llamen así y lo coloquen como su apellido, es de todo menos libre.
El mercado dominante no necesita prohibir libros, censurarlos y menos arrojarlos al fuego (por cierto ahora se utiliza la guillotina), se les deja que mueran de inanición, se ocultan, se les golpea o difama cuando es necesario, se les obliga a caminar por senderos poco transitados y, por mucho que griten, mueren en silencio, algo bastante factible en una sociedad mayoritariamente adocenada en un ensimismamiento de consumo vacío de contenido. Pero sobre todo se inundan los espacios, físicos, informativos y publicitarios, con algunos productos impresos made in China, que así resultan más baratos, en especial en grandes cantidades, con grandes márgenes de beneficio. Libros amables para entretener, libros planificados para cada segmento de la población, libros que repiten formulas manidas hasta la extenuación, libros firmados por escribidores-funcionarios del mercado, perfectamente planificados y elevados a las diversas categorías del éxito. Que, a fin de cuentas, es lo importante en el mundo burbuja que fabrica ese concepto, que me parece tan difícil como negación de sus propias raíces, que es la llamada industria cultural. En realidad lo que se trata es de que exista mucho ruido, ruido por arriba y ruido por abajo, ruido académico y hasta ruido transgresor de pseudovanguardias, la cuestión es que cuanta más confusión, mejor, pues ahí siempre ganarán lo que a fin de cuentas no son otra cosa que las oligarquías del mercado. Y sólo hay que mirar las cifras de ventas que no por casualidad se equiparan con el control de las diferentes partes de la cadena. Y los libros no son libres porque dominan los monopolios.
«Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, para qué molestarnos en leerlos». Es lo que se planteaba un joven Franz Kafka, que elevado a la categoría de los autores clásicos (es sin duda el escritor del siglo XX) sigue siendo un gran desconocido y no muy leído a los cien años de su muerte, pues algunos de sus libros, como 'El proceso', sería hoy casi imposible o marginal, pues es todo un tratado contra el sacrosanto estado de derecho. Y es que hay nuevas formas de censura, en muchos casos previa –con lo cual el libro ni siquiera llega existir–, como es lo políticamente correcto, que si se aplicasen de manera retrospectiva acabarían con muchos de los títulos que han forjado la literatura. Ya sea en un sentido, 'Historia de O', o su contrario, 'Historia de I'. Porque en la nube del tardomodernismo, también en el mundo literario y de los libros, ha penetrado esa fórmula llamada 'cancelación' que no es otra cosa que el viejo linchamiento vestido de colorines. Porque aquí también se extienden las formulas prohibitivas aduciendo, además, grandes valores, sin entender que lo que plantea el contenido de un libro, a la contra, no puede ser objeto de prohibición, sino objeto de combate dialéctico. Porque quizás haya que estudiar esa mutación tremenda donde los que se suponía partidarios del 'prohibido prohibir', entendiéndolo en su espíritu, han pasado al bando contrario, como promotores de prohibiciones diversas, algunas realmente absurdas.
Porque frente a los desatinos actuales, es bueno recordar aquella frase del escritor argentino Roberto Arlt: «Hay que escribir páginas que tengan la fuerza de un cross a la mandíbula y que los eunucos bufen…».
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