H ace unas décadas, ese tiempo que en la vida privada de una persona puede ser muy grande, pero escaso en la evolución de una sociedad, se podía percibir en esa España no tan lejana la geografía del patriarcado. Eran esas familias donde el padre ... comandaba su prole con una radio sobre la oreja, escuchando los resultados futbolísticos el domingo por la tarde, jornada balompédica y familiar por excelencia. Lo mismo sucedía en los coches, aquellos utilitarios que supuestamente mostraban el progreso de la sociedad española. Cuestión que se repetía en bares y cafeterías, a menudo engalanadas con los símbolos de los equipos. Y en el colegio, la EGB de entonces, el pegar patadas a un balón era la fundamental actividad deportiva, algo en lo que no participaban las niñas, lo cual yo les envidiaba. El fútbol era la fiesta de la homosocialidad, la masculinidad cantando a la masculinidad y a la exaltación de sus valores: la autoridad, la fuerza, la resistencia física, el valor, la superioridad, la competitividad, el culto al cuerpo musculoso... Como señala la psicóloga Débora Tajer, «la cultura futbolística subyace como cosmovisión a partir de la cual los varones interpretan el mundo y utilizan como código para referirse a diversos aspectos de la vida social».

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En aquella época la práctica del fútbol femenino no tenía repercusión alguna, desde luego no profesionalmente. Aunque no en España, Pasolini, hombre apasionado y practicante del balompié, llegó a decir en una entrevista: «Que las mujeres jueguen al fútbol es un desagradable mimetismo un poco simiesco. Son negadas para lo del fútbol». Y la participación de la mujer en la masa social futbolística era excepcional, hasta el punto de que se asimilaba como algo masculino que la mujer debía soportar estoicamente, y no son pocos las historias, chistes y chanzas que hay al respecto. Pero las cosas han cambiado. Como en muchos otros aspectos de la sociedad, la mujer participa del espectáculo futbolístico con normalidad, aun cuando sigue siendo mayoritariamente masculino y masculinizante. Y el balompié femenino se ha ido incorporando al profesionalismo. Paralelamente, el fútbol de élite se ha disparado a una oligarquización ultramillonaria, cada vez más especulativa, oscurantista y en muchos casos de tipo cuasi mafiosa, que igual atrae dinero de jeques, que de millonarios rusos, que de caciques latinos. Y en general atrae su dinero no para gastarlo, sino para invertirlo y sacar más dinero.

Luis Rubiales no deja de ser un producto de estas tendencias. Frente a lo que se dice, su estilo era el de un triunfador en esos mundos: macho alfa, agresivo y seguro de sí mismo, campechano, al que se le ríen los chistes, con don de gentes, con capacidad de tener buenos contactos y tejer redes, olfato para los negocios a media luz. Ha caído por algo periférico y un exceso de confianza, quizás no se percató de que el dominio del patriarcado, aunque se mantiene, muestra otras formas. Su caída pone al descubierto las miserias de ese mundo, pero no deja de ser la propia de la sociedad del espectáculo: mucho ruido pero nada o casi nada va a cambiar. Es como si la caída de Mario Conde o la de Ruiz Mateos hubieran supuesto cambios positivos en el mundo de la banca o empresarial. Ni siquiera el avance del fútbol femenino arrancará a la élite futbolística de la garra de los intereses económicos de especuladores y mafiosos. En la medida en que aumente su influencia y haga caja, como dice la canción de Shakira, sus jugadoras se harán ultramillonarias como sus colegas masculinos, tendrán agentes y otros representantes que evitaran pagar impuestos y se venderán como producto al mejor postor. Es la ley del mercado, más allá de las apariencias o alguna excepción. Que las futbolistas tengan un mayor protagonismo no va a feminizar el fútbol, al contrario, va a ser el balompié femenino el que se va a masculinizar.

Este culebrón veraniego pone de manifiesto una paradoja sobre la que convendría reflexionar. Denuncias de mujeres que se han visto agredidas e intimidadas por sus superiores, existen y mucho más graves, como fue el caso de jornaleras recogedoras de fruta, que, sin embargo, pasó con escasa repercusión pública, como otros. Vivimos en la sociedad del espectáculo y parece que se mira aquello que llama la atención, lo que sale en las pantallas, una especie de 'Los ricos también lloran', donde los problemas de las élites son los que marcan el discurso social. Es la muestra de una sociedad desguarnecida, que se entrega al relato dominante entre el disparate y el ruido.

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Decía Pasolini, y en esto sí fue visionario, que «el deporte sea el opio del pueblo, es sabido. ¿Por qué repetirlo si no hay alternativa? Por otro lado, este opio es terapéutico. (...) Las dos horas del forofo (agresividad y fraternidad) en el estadio son liberadoras: aunque respecto a la moral política, o a la política moralista, son alienantes y evasivas».

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