Imaginemos que estamos leyendo un libro y que necesitamos volver atrás, mirar las páginas que ya hemos pasado porque necesitamos encontrar algo de la narración, una frase, el nombre de un personaje, tal o cual descripción necesaria para la compresión lectora de la historia en ... que estamos sumergidos. Pero no podemos hacerlo porque las páginas han desaparecido o la tinta se ha disuelto como si fuese tinta invisible. Ahora, imaginemos lo contrario, que al libro le falta una parte delante, a la que no podemos acceder y, por tanto, somos incapaces de concluir la lectura. En esa dialéctica entre una cosa y la otra se mueve la película 'Cerrar los ojos', de Víctor Erice.
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Señala el director vasco que sus películas, el auténtico cine que no el audiovisual, reclaman la sala oscura y la pantalla grande. Se reivindica de una generación para la cuál acudir al cine era una actividad primigenia. Luego vendríamos las generaciones que accedimos a las películas a través de la pantalla televisiva, la misma con la cual accedimos al vídeo. Y, más tarde, las generaciones digitales han ido formando su cultura visual en las pantallas del ordenador y el móvil. Y aunque pueda parecer lo mismo, no lo es. Las formas importan. Es como si pretendiésemos ver teatro sin escenario y sin que la actuación se produjese en vivo; no sería, propiamente dicho, teatro. En el cine la visión en otros formatos tiene su interés y en ocasiones es la única forma de acceder a determinadas obras, pero son sucedáneos.
Para acceder a la sala oscura en que se proyecta 'Cerrar los ojos' debo recorrer 26 kilómetros, ir a un cine en el que nunca he estado y acceder a la sala entrando en un centro comercial en medio del ruido, y compartiendo el espacio propiamente cinematográfico con los espectadores de otras películas. El feligrés de cualquier lugar de la geografía, ya sea urbana o rural, tiene la posibilidad de acudir a una iglesia en un radio cercano a su casa para cumplir con sus practicas religiosas. El espectador que quiere acceder a determinadas películas, que o no están en los marcos comerciales o lo hacen débilmente, incluso algunas comerciales que escogen las plataformas para su visionado público, tiene cada vez más difícil el ritual con el cual ver una película en la sala oscura y proyectada en una pantalla grande.
De la magia de la sala oscura nos habla Italo Calvino a través de su personaje Marcovaldo, que la vive con tal profundidad que llega a construir una realidad paralela. Y el propio autor nos dice en 'Autobiografía de un espectador': «El cine era para mí el mundo». Y Erice señala, en el mismo sentido: «Durante la mayor parte de la historia del cine la proyección de una película significaba una opción de vida diferente». Porque 'Cerrar los ojos es metacine', cine hablando de cine al modo de un Aleph borgiano. Dentro de la película nos encontramos con otra, de ficción, 'La mirada del adiós'. Una película inacabada y de un actor que desaparece, que son el núcleo central de la historia. Es obvio que esa 'inconclusión' cinematográfica la hace emparentar con el conocido largometraje de Erice 'El sur', que no pudo completar esa segunda parte que relata Adelaida García Morales en la novela del mismo nombre. Y el desaparecer tiene una línea de continuidad en la obra de Erice, de una u otra forma. Así, el personaje que interpreta Omero Antonutti lo intenta varias veces y al final solo lo puede hacer dimitiendo de la vida. En 'El espíritu de la colmena' la niña Ana desaparece a través de la huida. En esta película la desaparición del actor Julio Arenas sirve para adentrarnos en un tema ya abordado por Erice como es el paso del tiempo, que si en 'El Sur' representa la niña protagonista, que quiere hacerse mayor y pasa de la niñez a la adolescencia, aquí nos adentramos en la vejez, en los adioses vitales, en el final de los tiempos vividos y que sustentan los tiempos no vividos. Quizás el canto del cisne de unos mundos que se agotan pero que no mueren, que siguen ahí danzando, en una mezcla de resistencia y resiliencia. Toda la obra está llena de la presencia de su director, de sus obras y de su mirada, incluso de su voz, que es quien sitúa la trama central: «Se llamaba Julio Arenas. Este es uno de los últimos planos que rodó e su vida de actor. Desapareció en 1990, cuando trabajaba en 'La mirada del adiós', la película que nunca existió. Fue dado por muerto, pero su cuerpo no se encontró».
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La obra se abre y se cierra con las secuencias de la película perdida, con lo cual la narración se vuelve circular en torno a esa temática y a una mirada, a una forma de mirar, que no es la que hoy abunda en el cine, más bien al contrario. Es un cine a contracorriente. Quizás por eso la presencia de la actriz Ana Torrent, que repite aquello con lo que acababa hace cincuenta años 'El espíritu de la colmena': «Soy Ana».
Cerrar los ojos para abrir la mirada frente a un sistema que nos quiere dominados y embrutecidos.
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