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Hace unas horas –cuando escribo, quiero decir– escuché ante la cajera de un conocido supermercado a una mujer, sin duda alguna ama de casa tradicional, protestar de forma enérgica de la calidad de las patatas que venía comprando. «Cuesta mucho cocerlas –aseguraba–, las mantengo horas ... con el agua hirviendo y mi marido se queja de que están duras. Me han dicho que son francesas…»
«Son israelíes», aclaró la cajera. Costaba dar crédito a que haya que importar patatas de Israel con lo caros que resultan los transportes y, además, si recordamos que España es un país donde siempre se han cultivado patatas en gran cantidad y de excelente calidad. Puesto a pensar, la sorpresa aumenta si se recuerda que Israel no es miembro de la Unión Europea, cuya política agraria común causa problemas a productos españoles.
Esta es una anécdota más entre tantas con las que podemos encontrarnos en la realidad cotidiana. Y bien mirado que esta apertura de los mercados no tendría por qué ser mala, si nos atenemos a las ventajas que proporciona la universalización de la economía y la supresión o reducción de aduanas. Estos días, leyendo información en torno a Ucrania, el país víctima de una guerra infame, descubrimos que en buena medida es el país que nos proporciona al pan de nuestro desayuno
Ucrania es un país extenso, si no pobre, de economía débil, con algunas riquezas minerales y, sobre todo, con los cereales como su principal fuente de exportación. Concretamente el maíz y el trigo. Esa riqueza le ha valido el título de granero de Europa y, en estos momentos, premoniciones que anticipan problemas para sus clientes como consecuencia de la guerra. Es evidente que los habrá y que se superarán, pero no sin dificultades y encarecimieto de precios.
Sin embargo, sorprende mucho que en España, un país con gran extensión de terreno para el cultivo, seamos deficitarios de productos tan básicos como el trigo, el maíz o las patatas. Y sorprende más cuando se recuerda que mientras la tierra fértil se va quedando olvidada y desierta, varios millones de personas se pasan el tiempo buscando trabajo. Algo anda mal cuando el seguro de desempleo y las ayudas públicas deben ser invertidos en comprar patatas importadas para comer.
El ministro de Agricultura, Luis Planas –quizás uno de los miembros más discretos y eficaces del Gobierno–, ha salido al paso anunciando que seiscientas mil hectáreas en barbecho van a volver a ser explotadas para el cultivo de cereal y girasol, cuyo aceite ha incrementado su consumo y también se ha vuelto necesario importar. Es evidente que pagar royalties para que nos traigan lo que necesitamos a casa es más cómodo que dedicarse a cultivarlo.
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