![Tus pasos en el bosque](https://s2.ppllstatics.com/elcomercio/www/multimedia/202107/05/media/cortadas/65794882--1248x1780.jpg)
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Siempre he tenido una relación ambigua con la naturaleza. Me gustan los entornos, disfrutar los paisajes, respirar el aire puro, pero también tengo claro que, como la cosa se tuerza (un motor que no funciona, perderse durante una ruta, un súbito cambio atmosférico), puedes pasar ... las de Caín, o directamente, morirte. Los animales son fantásticos (nada como ver en vivo a los grandes felinos), pero sé que cada bicho que me tiene en el radar sólo ve una hamburguesa recién hecha. En ese arco en el que me muevo, los bosques son un capítulo aparte. Esos oleajes arbóreos siempre me han causado inquietud, por sí mismos y porque en mi cabeza todo tiene que ver con la historia y la literatura. Me imagino las guardias de los legionarios romanos en las espesuras de Germania, los cuentos de brujas malvadas que se comen a los niños. Con los bosques me pasa igual que con los tiburones: sé que somos nosotros quienes los asesinamos en masa, pero me imponen un respeto irracional. Miro un bosque y no hace falta que sea Somiedo para imaginarme que va a aparecer un Grizzly y habrá que echar a correr. Desde luego, yo no tengo ningún síndrome Disney respecto a los animales.
Procuro mantenerme a una distancia prudencial de los bosques, porque es algo que no se puede controlar o dominar. En su interior no puedo entender que haya algo que no me quiera devorar; no es que tenga malas intenciones, es que tiene que sobrevivir, qué se le va a hacer. Esa ultrahumanidad, la incomodidad que provoca lo salvaje, esa enorme indiferencia ante todos nuestros siglos de filosofía y derechos, siempre me resulta estremecedora. Pocas cosas tan inquietantes como la linde entre un prado que se siega y un bosque profundo (recuerden 'El bosque', 2004, M. Night Shyamalan). Hay que cuidar los bosques, por descontado, luchar contra la deforestación y los incendios, pero persiste respecto a los mismos esa aleación de ignorancia y miedo que, posiblemente, esté incrustado en nuestro ADN desde las noches primigenias en que nos reuníamos en cuevas alrededor del fuego, asustados por los ruidos de la noche. Y no descontemos todos los espíritus y mitos que albergan en su interior. Como si todo lo antedicho no fuera suficiente para alimentar mis más primitivos recelos, encontré los estudios de la científica Suzanne Simard. O sea, éramos pocos y parió la abuela.
Esta canadiense demostró que, bajo la tierra, los árboles y los hongos formaban asociaciones denominadas 'microrrizas': los hongos ayudan a los gigantes a extraer micronutrientes de la tierra, y a cambio reciben los azúcares ricos en carbono que producen estos con la fotosíntesis. Estas redes se extienden kilómetros subterráneamente, a veces uniendo casi todos los árboles de un bosque, aunque sean de diferentes especies. Carbono, agua, nutrientes, señales de alarma, hormonas, todo queda encauzado en una especie de internet vegetal, fluyendo de los árboles más grandes y viejos hacia los más jóvenes y pequeños. Existen alarmas químicas con las que se alertan unos a otros de un variado repertorio de peligros e, incluso, si un árbol está al borde de la muerte, es capaz de legar una parte sustancial de su carbono a los vecinos. Estos epatantes descubrimientos vinieron a contradecir las teorías de que los árboles eran seres solitarios y egoístas, que competían por el espacio y los recursos. Ya no hablamos de organismos estoicos en perpetua lucha, sino de antiguas e intricadas sociedades que negocian y son interdependientes. Siendo como es un hecho tan fabuloso, tiene unos cuantos matices algo turbadores.
Pongamos que usted y yo nos vamos a dar un paseo por un bosque centenario, que recorremos uno de esos senderos estrechos que los cruzan. Los olores picantes, la humedad en el aire, la luz que se filtra entre las ramas y motea el suelo. De vez en cuando hay que saltar sobre gruesas raíces nudosas. Pongamos que estamos hablando de nuestras cosas. Aunque no lo pretendamos, somos una presencia invasiva en la quietud del bosque, y hemos de hacernos algunas preguntas. El superorganismo que atravesamos, un ente tan perceptivo e interconectado, ¿es capaz de percibirnos? Si las raíces crecen más con el sonido del agua, si las cortezas y las flores reaccionan químicamente ante la aparición de insectos, ¿por qué no deberían percibir a un par de seres humanos dando un paseo por su territorio? Sudamos, hablamos, nuestros pasos ejercen una presión en el suelo, rozamos las ramas, tocamos los troncos. ¿Por qué no? Esa es la pregunta que se hace Suzanne Simard y que reverbera también en mi cabeza. Ella demostró que un árbol se había conectado directamente con 47 más, y que sus raíces planeaban hacerlo con otros 250. Impresionante. Provocativo. El bosque ya no es algo mudo, pasivo, que se mueve en escalas temporales enormes, sino un ente aún más ambiguo de lo me podía imaginar.
Todo esto me provoca preguntas. ¿Qué pensará el bosque si le pongo algo de Bach? ¿Me está enfilando porque acabo de arrancar una hoja o una flor? ¿Considera que tengo algún tipo de interés, aunque sea como enemigo, o simplemente soy algo que no tiene la más mínima importancia? ¿Los bosques se estresan, sienten placer cuando llueve, se ponen nerviosos? En realidad, los apasionantes datos que les acabo de referir no cambian un ápice mis prejuicios hacia los bosques, e incluso los justifican más. Ahora bien, también les añaden tonalidades literarias (más aún, si cabe), que es lo que a mí me interesa. Cuando escribo sobre bosques, siempre les saco mucho jugo, son un personaje más. Evidentemente, el tono es gótico, pero quien haya estado en la Selva Negra, me comprenderá. La tranquilidad, aparentemente inocente; la savia, más preciosa que la sangre; las voces humanas, toda nuestra vanidad y arrogancia, que en el bosque no significan nada. Un bosque que continúa su viaje en el tiempo, independientemente de todo nuestro arte, nuestras guerras, nuestra ciencia. El bosque se limita a 'ser', y sólo puede ser comprendido por otro bosque. No acabo de ver el consuelo que les proporciona a muchos, pero sí soy capaz de admirarme, de asombrarme, de transformarlo en una herramienta más para mi oficio, que es escribir durante unos años para que todo lo escrito acabe por desaparecer en un intervalo de tiempo que, para cualquier bosque, será solo un parpadeo.
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