Acomienzos de este diciembre, un grupo nazi de imbéciles, y valga la redundancia, trató de dar un golpe de estado para restaurar en Alemania el viejo imperio germánico. Participaron policías, una jueza medio tarada, médicos, diputados, militares de fuerzas especiales y ultraderechistas abanderados por el ... cretino mayor de la pandilla, el Príncipe Enrique XIII de Reuss. Fue una acción breve y sucia, (¿qué será de Tejero?), que acabó con la pronta detención de los miembros del complot. Pero aunque lo pareciera, no era una broma, y para demostrarlo basta con repasar la historia.
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En 1919, un cabo de Baviera recién liberado de una neurosis postraumática sufrida tras participar en la I Guerra Mundial, asistía a una reunión de 40 antisemitas y anticomunistas que pretendían sentar las bases de un partido que les sacara de la profunda crisis en que estaba sumida Alemania: millones de parados y deudas tras la derrota militar. En el año 1920, en Múnich, en un minicongreso fundacional, Adolf Hitler presentó su programa ante unos pocos devotos, menos de cien, de la violencia nazi. Y solo un año después, ya presidió un mitin abarrotado por unos 50.000 partidarios de la toma del poder por las bravas. Aquel veterano soldado medio atontado que iba para acuarelista, se creció tras el gran congreso fundacional de 1923, y protagonizó el llamado 'Putsch de Munich', un intento de golpe de estado muy parecido al planificado por el antes citado Enrique XIII y su banda de memos. Encarcelado tras la intentona, Hitler entretuvo su encierro escribiendo el evangelio del ultra, 'Mi Lucha', dirigido a agitar en su favor las conciencias de los millones de descontentos que poblaban su país. Al salir de prisión, se volcó en reorganizar el partido para insuflar en él los venenosos métodos de fermentación ideológica rumiados en la soledad carcelaria, racismo, antisemitismo, pureza aria, esos mandamientos que todo buen nazi, falangista o fascista lleva en el corazón. En el año 30, los nazis ya eran la segunda fuerza en el Reichstag, el Parlamento de una Alemania que contaba con cuatro millones de parados, que suspiraban por la venida de algún Mesías. Y ya en 1933 se hizo con la mayoría, y su primera medida como canciller de la cosa fue incendiar el Reichstag para dejar claro cuál era su programa y su opinión sobre las ideas ajenas y la democracia. Y luego, ya saben, campos de exterminio, invasiones imperialistas, matanzas por doquier, etc., etc.
Por eso conviene no menospreciar el torpe golpe de este mes en Alemania. Aunque suene a broma macabra y repetida de novatos, podría dar mucho de sí en el futuro.
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