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Vuelve a hablarse de las cándidas palomas, un poco sucias, pero de altísima belleza en su figura y tanto arrojo en su vuelo rasante por los cielos del mundo –llevando y trayendo mensajes de amor o de socorro, embelleciendo las ramas de la palmera o ... picoteando una miga de pan en la terraza cafetera de la esquina–, que merecen un poco de respeto. Y de cariño. Como se quiere en la nana del cubano Nicolás Guillén. Así acunaba a su hijo –metafóricamente, supongo– el gran poeta camagüeyano:
«Una paloma/cantando pasa. Dórmiti, mi nengre/, mi nengre bonito/, Upa, mi nengre/, que una paloma cantando pasa/. ¡Upa, mi negro/, que el sol abrasa!/ (...). Ya nadie duerme/, tú está en su casa; /ya nadie queda/, ni el cocodrilo/, ni la yaguaza.../... Mire la gente/, llamando pasa/; gente en la calle/, gente en la casa...».
Mi querida amiga la alcaldesa de la 'patria' de Jovellanos, enemiga de medias tintas y mujer de mirada al frente, parece que ha tenido muy buenas razones –como las que atañen a su insobornable vara de medir– por haber refrendado las públicas querencias hacia los quebrantos producidos por las palomas callejeras, las que sobrevolaban las terrazas de los cafés ciudadanos y motivaban, sin que fueran culpables de su revoloteo –así fueron concebidas– cuando sentían necesidad de buscarse la vida, entre zureo y zureo, tratando de atrapar unas migajas de pan o una pizca de bizcocho, a cuyo proceder alzaba su brazo derecho, enarbolando la servilleta reprensora, el camarero de turno. El mismo que, de otra parte, cumplía los preceptos establecidos.
A pesar de todo, soy amigo de las palomas. No quiero negarlo. Y guardo en el corazón de mis recuerdos las que vi muy de cerca, las que quise acariciar, y hasta darles un beso, por ser tan buenas y hacendosas. Además –y según se nos cuenta–, en los tiempos quiméricos del Diluvio se aplicaron en un hermoso trabajo mientras acarreaban una rama de olivo. Pero las palomas más amadas por mí, y que sigo queriendo aunque ya no existen, son las que entraban y salían de mi palomar aldeano, al que hube de renunciar por azares del destino.
Tiempos muy viejos eran aquellos en los que yo creía en muchas cosas que eran mentira. Por ejemplo: cuando otros rapaces me aseguraban –probablemente porque así lo habían escuchado a sus abuelos– que, arrancando un pelo de la cabeza y dejándolo caer en un charco del camino, aparecería una rana. Claro está que ya no acepto tan hermosos engaños como aquellos que, por desgracia, soy incapaz de admitir. Cada día menos. Sin embargo, creo estar en lo cierto cuando llegan a mi memoria las palomas de entonces, las zuritas que gustaban de darse un garbeo por el entorno del maizal, el que les ofrecía apetitosos gusanos, brotes y semillas. Además, el niño que vive en mí aprendió muchas novedades sobre las palomas, acaso por haberlo leído en el diario EL COMERCIO, cuyo único suscriptor en mi aldea era el Tío Ángel, no emparentado conmigo, sólo «tío» porque era viejo.
A lo largo del camino he venido enterándome de más cosas en torno a las palomas, a las que sigo queriendo. Sobre todo porque zurean. Es decir, les place el arrullo. Como el de adormecer a un niño, como el que hacen los que se quieren, los que tanto se valen de ese signo del amor.
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