Mi colegio tenía un nombre muy griego y muy largo: Paideuterion. Nosotros abreviábamos: «Estudio en el Paidu». En un colegio tan griego, parece normal que hubiera mitos. Uno era que a los alumnos internos les daban bromuro en el desayuno y otro, que comían garbanzos ... todos los días excepto los domingos. Del bromuro inhibidor de la actividad sexual, nunca tuve pruebas, más bien todo lo contrario. Pero hace unas semanas, descubrí que lo de los garbanzos era cierto. Fui a dar una charla a un pueblo fronterizo con Portugal, Zarza la Mayor, y un espectador me comentó que un zarceño tuvo dos hijos internos en el Paidu, pero en lugar de pagar sus estudios con dinero, pagaba con garbanzos cosechados en sus tierras.

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El garbanzo era, en el siglo pasado, un plato de subsistencia. Hoy, se ha convertido en un manjar deseado. El otro día, coincidí en el ascensor con una amiga de Zarza la Mayor. Cuando le conté lo de los garbanzos de su pueblo, se sorprendió porque, me comentó, el cocido, en su pueblo y en todos los pueblos, es ahora un plato de lujo que se come los días de fiesta. Y es lujoso no por el precio, sino por el tiempo, el bien más preciado.

La gastronomía global se pone tonta con el tartar, el tataki y el carpaccio. La gastronomía local se refugia en las legumbres: garbanzos de Zarza, fabada asturiana, cocido madrileño, lebaniego y maragato, puchero andaluz… Guisos que hierven toda una mañana, sabores acogedores, cocina familiar. Tras las cenas y comidas de Navidad y Reyes, empachados de sofisticación, nos refugiamos en el cuchareo de la memoria. No queremos más gyozas, rechazamos el sashimi, detestamos el pan bao. ¡Vivan los garbanzos del colegio y viva el bromuro!

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