Estos 'recados' míos empezaron a ver la luz del día, con señalada frecuencia y gracias a la gentileza del director del 'decano', desde mis años caribeños (Santo Domingo primero, Cuba después), etapa de mi vida en que comencé a remitírselos por correo aéreo (no existía ... internet) a don Francisco Carantoña Dubert. El conspicuo periodista venido al mundo en la villa gallega de Muros de San Pedro, gijonés por amor y casi madrileño de adopción, pues a la Corte trataron de llevárselo, desoyó los reiterados cantos de sirena que le llegaban desde la capital y se negó a dimitir de sus cotidianos deambuleos gijoneses mientras tomaba el pulso no sólo a la Villa de Jovellanos, sino al acontecer del mundo. Haciéndolo muy a menudo a lo largo del Paseo de Begoña, siempre con el inexcusable ejemplar de 'Le Monde' plegado en el bolsillo de la gabardina (quizá ya un poco trabajada, como la de los poetas distraídos), los brazos cruzados a la espalda, y los pasos, casi zancadas, en busca del asiento que 'Till' –austero seudónimo con que el gran don Francisco rubricaba sus perspicaces disquisiciones en el faldón de la primera o en el ángulo inferior de la última ('La vida y sus vueltas')– tenía reservado en el Dindurra, el histórico establecimiento al que acudía no solo la clientela tradicional de café con churros, leche merengada, partida de ajedrez, tertulias literarias o musicales y periódicos gratis, sino un raudo tropel de palomas y gorriones que a menudo sobrevolaban las bandejas de los camareros, siempre en alerta para ahuyentarlos a servilletazos.
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Yo, aunque unos años más joven que el murense de San Pedro, ya había sentido en propia carne las impudicias de los estados de excepción franquistas, pero los militaroides y sibilinos toques de queda que se me depararon a mi llegada a Santo Domingo añadieron un complemento muy negativo a la doble circunstancia de soportar un clima tórrido y un empleador llamado M. C. (asturiano, por más señas), emparentado con la querencia compulsiva hacia los modos y maneras de la vieja explotación amo/sirviente. Por añadidura, empecé a sentirme envuelto en la sombra tenebrosa del sátrapa Rafael Leonidas Trujillo Molina, el autodenominado Generalísimo, Benefactor de la Patria y Forjador de la Patria Nueva, cuando tal marrullero no era más que el deleznable icono de una de las tiranías más sangrientas de América Latina. Entre otras desorbitadas preeminencias que componían la figura y la naturaleza de aquel pasmarote de pecho atiborrado de cruces y medallas, destacaban, además de los rituales toques de queda, los arcaizantes penachos de plumas de ave con que adornaba su chambergo, bajo el que se agazapaba una materia gris muy parva en sustancia de principios morales, pero copiosa en abyección. Todo lo cual convertía a aquel personajillo libidinoso, esperpéntico y matón, en un generalote imbuido de tal delirio de grandeza y egocentrismo que, dando rienda suelta a su enfermiza querencia por la exaltación de la propia personalidad, llegó a sustituir el nombre de la capital dominicana –Santo Domingo (La Hispaniola, primer territorio castellano del Nuevo Mundo, con el de Haití)– por otro que incluía su propio apellido: Ciudad Trujillo.Si traigo a la memoria el nombre y el tiempo de aquel figurón de los penachos es porque, tras los siete meses de casi cotidianos toques de queda vividos por mí en el hermoso y pobre/rico 'paraíso' quisqueyano, conocí otro país que, además del que yo había dejado muy lejos, en la otra orilla del Atlántico, también conculcaba los derechos humanos. Por eso tengo que aludir también a mi estancia en la Cuba batistiana, donde los toques de queda y el veloz gatillo del líder sindical, de origen catalán, Eusebio Mujal León, que en connivencia con sus dóciles secuaces propiciaba disparos a bocajarro sobre la cabeza de cualquier ciudadano libre e inocente que suscitara algún recelo sólo por su presencia en una acera mal iluminada de los 'repartos' de Marianao y Miramar, o del Paseo de los Presidentes, en el Vedado de las mansiones aburguesadas.
Y, ahora, cuando todos aborrecíamos su llegada, se abate sobre nosotros –hay atisbos de que empieza a diluirse– la negra sombra del toque de queda, la fea «prohibición o restricción de circular libremente por la calle o permanecer en determinados lugares públicos». La mascarilla y el gel hidratante no parecen armas lo bastante eficaces como para contraatacar en esta ofensiva. Todo el mundo lo sabe y todo el mundo lo olvida, como se olvidan las cosas que quiebran nuestros buenos propósitos, nuestro bienestar. Y que denuncian nuestra candidez. O nuestra ignorancia.
A cincuenta pasos de mi casa ha reabierto sus puertas la cafetería de mis descafeinados y mis periódicos del día. Lo siento, Juan: recuerda que soy viejo. Quiero esperar un poco. A los viejos nos gusta serlo un poco más. Y si de una condenada vez se va a los infiernos el Covid-19, ese despreciable bicharraco con nombre de artefacto explosivo, volveremos a vernos. Estoy seguro de que el paréntesis del toque de queda no te ha hecho olvidar el nombre de mi ronda favorita: un descafeinado, con azúcar, y el periódico del día. Hasta pronto, supongo.
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