Si es usted uno de los que se ha reído a gusto con la última chorrada de Irene Montero, aquello de «niños, niñas, niñes», permítame advertirle de que corre el peligro de que la sonrisa se le congele en la cara. A veces, lo grotesco ... tiene sus raíces hundidas profundamente en territorios de pesadilla, como es el caso. La ultraizquierda pija-identitaria se ha lanzado en pos de una nueva cruzada inquisitorial, y su murga nos va a dejar más fritos que un jurel. Al darse cuenta de que el resentimiento de clase ya no define el monopoly político, y de que el turrón está ahora en lo identitario, sus nuevos rituales se definen, entre otras cosas, por una neolengua, esencial para que el culto al agravio y la diferencia se perpetúe. El disparate comenzó en Estados Unidos, como casi siempre, con la cultura de la cancelación, el 'empowerment' (ya saben de dónde ha salido la matraca del 'empoderamiento'), el racialismo, etc. No obstante, esto ya venía de antes, y si rascamos un poco, surge un sospechoso habitual: la posmodernidad.
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La posmodernidad aparece en Francia en 1960, Derrida, Lyotard, Foucault, todos ellos se pusieron a la tarea de deconstruir la realidad. Con la furia de los Cien Mil Hijos de San Luis, hicieron un pin pan pun con la historia, la literatura, el lenguaje, las instituciones. El objetivo era dudar de todo, quemarlo como si fuera una nueva Cartago y echar sal sobre sus cenizas. Empezar de cero. Esta doxa iconoclasta fue perdiendo fuerza con el tiempo, pero quedaron, aquí y allá, rescoldos, y como ya hemos dicho, el lugar donde volvieron a prender fue en Estados Unidos, especialmente en sus circuitos universitarios. Género, raza, descolonizaciones… da igual el objeto, todo es materia de subjetividad, no hay constataciones objetivas, y los sentimientos o las percepciones tienen el mismo peso que una demostración empírica. El sindiós llega a niveles tales como que la poetisa negra Amanda Gorman imponga que sus poemas tengan que ser traducidos por mujeres jóvenes, activistas y preferentemente negras, porque son las únicas que tendrían la capacidad para hacerlo en condiciones. O como aquel profesor de Clásicas de la Ivy Leage, de origen puertorriqueño, que propugnaba la eliminación de las Humanidades y su reformulación, porque los griegos y los romanos eran unos heteros blancos supremacistas, que habían machacado al resto de culturas. O sea, recapitulando: si estos señores triunfasen, adiós, Aristóteles y Platón, bye bye, Renacimiento e Ilustración, au revoir, métodos científicos, secularismo…
Como siempre, cuando el virus llega a España suele perder la pátina francesa y adoptar variantes más castizas en plan 'sujétame el cubata, que voy', o sea, algo más faltón, vocinglero y acusica. Aquí la profundidad filosófica tiende a ser la de un mejillón de roca, y se tira de heteropatriarcado, microagresiones, escraches y corrección política chunga. Y los ladrillos con los que se construye todo son las palabras. Palabras que, si se las deja fluir demasiado, se convierten en armas afiladísimas (para sus versiones más letales, véase el imprescindible 'LTI. La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo', de Víctor Klemperer). Con el cuento de lo inclusivo, se comienza a retorcer un lenguaje que, pasándose por el forro a la RAE, devendrá en unas arenas movedizas escolásticas, una jerga como la que utilizaban los inquisidores y en la que nadie estará seguro. Bueno, miento, hay alguien que sí lo estará (durante un tiempo): el exégeta, el ideólogo, el Irene Montero de turno, que podrá convertir una política concreta en un culto, y señalará desviaciones, herejías, agravios. Como decía Agustín de Foxá con facundia: en España siempre estamos condenados a ir detrás de un cura, ya sea con un cirio, bien con un garrote.
Toda revolución se caracteriza por traer consigo un nuevo lenguaje, ya sea acuñando nuevos términos (soviet), redefiniendo los antiguos (fraternidad, hombre nuevo) o usándolos con mayor profusión (comité). La rueda está inventada, por supuesto, Talleyrand afirmaba que el arte de la política consiste en crear nuevos términos para instituciones que, con sus denominaciones de antaño, habrían resultado odiosas para el gran público. Y estoy utilizando a la extrema izquierda pija como ejemplo a causa de las astracanadas y cominerías de Irene Montero y sus 'costaleros, costaleras y costaleres', pero, en su momento, el peligro vendrá de la 'derechona', no lo duden. Esto va por etapas volantes, como el Giro, y citando el Lazarillo, «escapé del trueno y di en el relámpago». ¿Quieren más ejemplos de neolengua orwelliana? Estos salen directamente de la rula monclovita, muy frescos: reducir los muertos se traduce como 'aplanar la curva', 'desescalada' elude decir que el estado de alarma recorta nuestras libertades, la 'nueva normalidad' alude a una situación negativa como si fuera algo bueno, igual que 'distanciamiento social'. Qué más: hemos estado 'confinados' y no encerrados, la 'resiliencia' no alude a nuestro sometimiento, 'sesgo de retrospección' evita decir que hubo falta de previsión, etc. El lenguaje, afirma Klemperer, no sólo crea y piensa por mí, sino que guía a la vez mis emociones, dirige mi personalidad psíquica, tanto más cuanto mayores son la naturalidad y la inconsciencia con que me entrego a él. Lo dicho.
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Hogaño, como antaño, nos quieren liar. Y para acabar, me siento obligado a convocar a otro gabacho, Baudrillard. Este francés de Reims hablaba de los simulacros, las farsas que trastocan la relación con la realidad, que enmascaran la ausencia misma de realidad. Y llega el momento de la alucinación pura, el instante crucial de la transición desde unos signos que disimulan algo a unos signos que disimulan que no hay nada. Los primeros pueden remitir, en los mejores casos, a la teología de la verdad y el secreto, los segundos, a la nada de la simulación. Y entonces, amigos, cruzamos al otro lado del espejo, y ahí podremos encontrar todas nuestras pesadillas. Las peores.
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