No en pocas ocasiones me siento incapaz de liberarme de la nostalgia. Y supongo que el modo recurrente de caer en ella tal vez concierna a la mayoría de los mortales tan viejos como yo, sin que ello quiera decir que millones de jóvenes queden ... excluidos de este inapelable y lacerante estado sentimental: «Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida». Así lo sentencia la RAE. ¿Es eso la nostalgia? Claro que sí. Pero, sin asomos de enmendar la opinión a nadie, mucho menos a los 'sabios' que fijan, pulen y dan esplendor a las palabras, orales o escritas, supongo que yo podría decir, a mi manera y casi apuntando a cierto lirismo, que la entraña del término 'nostalgia' tiene mucho que ver con los ensueños derrotados que los bípedos implumes de Platón, aun avisados de que los recuerdos, buenos o malos, no se guardan en ningún recodo de nuestro corazón, sino en los entresijos de la memoria, digan lo que digan los enamorados y los ciudadanos cándidos. Sin embargo, a lo largo del camino que aún estoy recorriendo, esas 'cosas' escondidas en la memoria jamás recuperarán vida propia en el tramo, más o menos espacioso, que me falta por recorrer.
Publicidad
Ahora mismo, cuando estoy a solas en mi estudio y me encaro a la pantalla del ordenador, me dejo llevar, con un acatamiento renuente, de esta incómoda evidencia: no he sabido (¿no he querido?) expresar, hasta ahora, con razonable aceptación, esta diáfana evidencia: el tiempo de mi vida avanza paso a paso, segundo a segundo, mientras la muchacha de todas las tardes, la que se asoma a la ventana de mi patio, echa una rápida ojeada a las 'torres de vigía' que aparentan los balcones comunales y deja caer, apresurada -quizá en el fondo sintiéndose culpable de un quebramiento de los códigos municipales-, un puñado de migas de pan hacia la cotidiana congregación de palomas, las que vienen apechugando con cierta fama de sucias y comilonas, aunque sean sabias y hermosas. Y así, vuelvo a mi Windows 10 y tecleo unas cuantas palabras. Palabras elementales, simples, pero no demasiado inocentes porque, sin que nada ni nadie sean capaces de impedirlo, quieren viajar hacia atrás para contar alguna cosa, desapacible o complaciente, del remoto niño que he sido y, al mismo tiempo, conjeturar lo que me sea posible acerca de la enigmática orilla que me depara el futuro. Pero, naturalmente, me percato, con una claridad que en otro tiempo no me alumbró, de la celeridad con que se han desvanecido los días de mi infancia cabranesa, aquel ámbito imborrable en el que fui rapaz retraído y pobre de la posguerra pobre. Sí, tímido rapaz sin pan blanco de estraperlo, sin una onza de chocolate a la hora de la merienda, sin el chicle oloroso e incitante traído por los 'americanos' ricos, pero bisoño lector de los 'minutos de filosofía' (Platón, Shaw, Wilde, Séneca, Benavente...) en la hojita volandera del almanaque de taco, el de las fervorosas, terribles y desmesuradas biografías de 'mártires' de la fe, el de los pronósticos de eclipses y lunas llenas y de los consejos al campesino, aventador del grano, arador de surcos, afanoso de siembras y recogidas, siempre al albur de lluvias o soles que cayeran a su hora o que bajaran a destiempo.
Aun así, ahora me gusta volver, sin renegar del viejo que soy, al rapaz que he sido. Y, por eso mismo, este niño de entonces suele alejar la mirada hacia las estribaciones de los Picos de Europa, donde las soleadas de primavera en ciernes pugnan por derretir los neveros del invierno ido. Por eso ahora siento la satisfacción del niño nonagenario que soy, el que apoya las manos sobre la chapa de roble pulido que remata el corredor de la casa donde asomé a la vida, el corredor de las rejas de madera pintadas de añil y, asoleándose en la barandilla, la jaula de los grillos, engolosinados con la hoja de lechuga que les he subido del huerto para que, cebados y contentos, me canten noche arriba, mientras el sueño me rinde. Y al amanecer, procurando el mayor sigilo para que mi madre y mis hermanas no se despierten, bajo de la cama y me dirijo, descalzo y soñoliento, a la puerta del corredor. Abro. La caja de zapatos que he convertido en suntuosa mansión para mis queridos insectos cantarines, está en su sitio. La hoja de lechuga, apenas picoteada. Panza arriba y las patas como apuntando a la luz que ya no ven, los grillos están muertos. Y ahora mismo -mes de enero del año 2021-, cuando la nostalgia del viejo que soy evoca aquel momento, subsisto, para bien o para mal, en el niño que he sido, aunque sólo sea corazón adentro.
3 meses por solo 1€/mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Fallece un hombre tras caer al río con su tractor en un pueblo de Segovia
El Norte de Castilla
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.